Vástago de olivo

LLUÍS NANSEN SALAS

La Morejona, hoy en día el templo Seikyuji en Morón de la Frontera. Cortesía del autor.

Desde la llegada de Taisen Deshimaru en 1967, la práctica del zen empezó a extenderse a lo largo y ancho de Europa. Uno de los lugares más al sur que conocimos era La Morejona, lo que hoy en día es el templo Seikyuji en Morón de la Frontera. En los años noventa era aún un proyecto en desarrollo, una casa medio en ruinas rodeada de olivares que la asociación zen andaluza había adquirido para hacer retiros y levantar un templo zen. En aquella época, a pesar de los esfuerzos ya realizados, las condiciones de habitabilidad eran bastante precarias. Lo que nos permitió descubrir que cuanto más precarias son las condiciones, más acogedora y solidaria es la gente. Por eso puedo decir que convivir en ese templo en ruinas durante los largos retiros, fue una de las experiencias más extraordinarias que he vivido. Recuerdo aún el primer día en el que llegamos para hacer un retiro de Semana Santa, a mediados de los años noventa.

En esa época no había navegadores para la conducción y para llegar a lugares situados en medio de un inmenso campo de olivos, usábamos primero el mapa de carreteras para llegar al pueblo más cercano, y a partir de allí, seguíamos unas instrucciones escritas, después del kilómetro 7 coger pista a la derecha, recorrer un kilómetro, girar de nuevo a la derecha… etcétera, y así nos íbamos adentrando, cuando caía la tarde, y ya oscurecía, en un campo de olivos en el que la vista se perdía en todas direcciones, y justo cuando empezaba a surgir el temor de perdernos en esa inmensidad, llegamos al desvío de un antiguo cortijo andaluz. Había coches aparcados y un hombre se acercó y le pregunté: «Es aquí la sesshin?». Se me quedó mirando un momento, y respondió: «Bueno, aquí hacemos una sesshin, no sé si es la sesshin que buscas, pero aquí hacemos una». Su respuesta me dejó perplejo, tuve que reflexionar serenamente para comprender que no solo no podía haber ninguna otra sesshin por los alrededores, sino que probablemente no hubiera otra casa habitada en un radio de muchos kilómetros. Pero no había ironía en sus palabras, más bien el convencimiento sincero, de que, en muchos otros lugares, estarían comenzando miles de sesshines al mismo tiempo. Pero bueno, estaba claro que aquí había una.

Aparcamos el coche y nos dirigimos a la puerta, atravesando un patio. En medio del patio había un árbol, que con la luz del crepúsculo parecía muy extraño: un árbol seco plantado al revés, con las raíces hacia el cielo y las ramas bajo la tierra. Era una imagen poética. Un árbol seco con las raíces en el cielo, en la vacuidad. Al verlo, uno podía dudar, aunque solo fuera por un momento, si era el árbol, o eran el cielo y la tierra los que estaban al revés, una sensación similar a la que sentimos a veces durante zazen, cuando nuestra mente da un giro, y uno ya no sabe si es la mente o es el mundo lo que ha dado la vuelta, es el momento justo en que el yo, después de morder el polvo de la realidad más terrena, lanza como un relámpago sus raíces hacia el cielo.

La Morejona era y es uno de estos templos de los discípulos de Taisen Deshimaru que se dispersan por Europa, como conté en el artículo «El lago seco». Ciertamente aquí la sequedad estaba muy presente. La enseñanza en el dojo versaba a veces sobre el bosque de los árboles secos, una imagen muy sugerente, que podíamos vivir sentados inmóviles en zazen. Dogen dice: «¿Oyes el aullido del dragón en el árbol seco?, ¿es el viento del Dharma el que aúlla o es la sequedad secándose?».

Seikyuji en la actualidad. Patio-interior. Cortesía de al autor.

La Morejona tenía un pozo, de gran diámetro y profundidad, y a su lado una alberca en la que algunos nos bañábamos en verano. Igual que sucedió en el lago de la Gendronnière, un año, al llegar, nos encontramos el pozo seco. Dogen dice: «La sequedad sin límites es un mar secándose sin llegar nunca al fondo. Una sequedad en la que nos continuamos secando. Esta sequedad es la que produce la sed, trisna, la sed insaciable causa del sufrimiento. La existencia en si es sequedad secándose, se seca la lengua, se seca la piel, se seca la carne, se secan los huesos, de la sequedad surge la sed, de la sequedad surge el anhelo de liberarnos de la sed, de liberar a todos los seres de esta gran sed de la existencia».

Templo Seikyuji en Morón de la Frontera. Cortesía del autor.

En medio de un gran olivar andaluz, uno puede intimar fácilmente con la sequedad, especialmente en verano, cuando el sol abrasa la tierra y las cigarras gritan hasta quebrar las piedras. Los olivos son en sí mismo sequedad, al crecer su tronco queda hueco. Un día, un maestro andaluz me contó porque el tronco viejo del olivo está hueco. «Mira, me dijo—mostrándome un olivo con el interior del tronco vacío—el tronco del olivo, a diferencia de otros árboles, no crece de dentro hacia afuera. Si cortamos un pino, por ejemplo, podemos observar los círculos concéntricos de su crecimiento: en el centro está la parte más joven, por donde fluye más savia, y los círculos más exteriores están cada vez más secos, hasta llegar a la corteza. El pino, año a año, va creciendo desde dentro hacia afuera, y la parte más viva está en el centro. Por el contrario, los vástagos de olivo no crecen por dentro, sino por fuera, cerca de la corteza, y es por eso que a medida que el olivo crece, el interior se va secando hasta quedarse hueco». 

Olivo. Fuente: Pinterest.

En este punto, insistió, con una chispa en los ojos que me advertían de un mensaje: «Cada año al olivo le salen nuevos vástagos, el tronco viejo está seco, pero sirve de soporte al nuevo brote para levantarse alto sobre el suelo. El nuevo brote sube con fuerza con el empuje de la savia de la vida, pero si no se apoyara en la vieja cepa, no podría subir y recibir la luz del sol para seguir creciendo». Pronto entendí su amable enseñanza. En esos momentos yo me encontraba en una situación parecida con la práctica del zen en mi tierra. Me sentía como el nuevo vástago latiendo de vida que crece sobre una cepa vieja, seca y hueca de olivo, y eso me producía una gran inquietud, como la del pájaro que no puede volar porque ha quedado atrapado. Verdaderamente, la enseñanza serenó mi mente, la cepa seca no era un obstáculo, sino el soporte desde donde crecer hacia la luz. Cuando sopla el viento del Dharma, las cepas viejas aúllan como un dragón, y los jóvenes vástagos al oír su canción, pierden el yo, y se convierten en ramas que ofrecen al sol su fruta. Ha pasado el tiempo, han pasado muchas cosas, pero el recuerdo, aunque también seco, no me produce sed sino gran aliento.

LLUÍS NANSEN SALAS (Barcelona, 1965)

Licenciado en Física Teórica por la UAB, inicia la práctica del Zen en 1991, y en 1995 es ordenado monje zen en la línea del maestro japonés Taisen Deshimaru y de Roland Yuno Rech, de quien recibe la maestría del Zen, en 2016.

Su formación científica, así como la confianza que tiene en la experiencia de cada uno, le permiten enseñar el Zen a partir de la objetividad y el empirismo, de una manera fácil de comprender para el practicante occidental y abordando las cuestiones espirituales más profundas sin prejuicios. Es autor de los libros “Meditación zen. El arte de simplemente ser” (2017), “Mindfulness zen. La consciencia del ahora” (2018) y “Dharma Zen. El Ojo de la maravillosa revelación” (2019). Publicados por Ediciones Invisibles, Barcelona.

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