Mahābodhi, el templo de la Gran Iluminación
ÓSCAR CARRERA

Además de ideas, ritos y técnicas espirituales, el budismo transportó, en su histórica expansión por Asia, dos cosas bastante materiales: el cuerpo mortal del Buda, desintegrado en reliquias y dispersado por todo el orbe conocido, y el más sagrado de sus templos. En el caso del templo la continuidad no es física: yo, al menos, nunca oí decir que tal edificio o relicario contenga una piedra del santuario Mahābodhi de Bodhgaya, India, sustraer la cual podría ser considerado incluso un sacrilegio. Las hojas de su árbol bodhi, adyacente al edificio, sí son tenidas por reliquias y circuladas como tales. Pero la propagación arquitectónica del Mahābodhi es más bien un caso de karma y renacimiento. El diseño del principal santuario budista se ha reproducido hasta el confín del Asia, especialmente en los últimos siglos, pero, en la mayoría de las réplicas antiguas (y no pocas de las contemporáneas), lo que percibimos es una vaga similitud, un parecido de familia de este nuevo ser que no es idéntico a su predecesor pero tampoco completamente otro. Nunca es un duplicado. Las trazas generales de su personalidad resurgen en la nueva vida, pero varían los materiales, las dimensiones, las proporciones, a veces drásticamente. En los casos más extremos, lo que distingue a un descendiente del Mahābodhi, lo que lo hace destacar entre otros edificios de su tiempo y lugar, es apenas una cierta indianidad estilística (recordemos que ninguna cultura budista se contentó con imitar la arquitectura india), una tendencia hacia la aguja o la torre… A veces el Mahābodhi reencarnado es gordo, a veces flaco; a veces abierto y con ventanas, a veces exagera la inexpugnabilidad de su modelo indio hasta asemejarse a la fortaleza de algún señor de la guerra.

Si lo que importa del Buda es la última vida, en este templo lo que importa es la primera que conocemos. Su karma (diseño) arquitectónico sin duda le precede ―de hecho, es compartido por templos hindúes y jainas del norte de India―, pero su personalidad se consolida cuando, como el asceta Sumedha, decide estar consagrado a la budeidad. Bodhgaya, antigua Uruvela, es desde muy temprano el lugar asociado con la Iluminación de Gotama y, detalle olvidado por la publicidad moderna, de todos los budas que caminaron por esta llanura del Ganges (que según una vieja tradición son todos los budas). Su histórica preponderancia sobre otros lugares de peregrinaje se debe, en buena medida, a que la Iluminación es el acontecimiento central de la vida del Buda. Los otros tres grandes acontecimientos tienen la Iluminación como nexo, como constante punto de referencia: (1) nace anunciando que se iluminará, (3) predica por primera vez lo aprendido en su Iluminación y, finalmente, (4) entra en la Gran Extinción como estaba destinado desde aquel día cumbre de su vida, con treinta y cinco años, aquel día donde se materializó el misterio, donde comprendió, donde vio, donde, en sus palabras, «se hizo la luz», donde las cosas revelaron su verdadera naturaleza, donde todo de repente se hizo posible, para él… y para todos nosotros. Aunque fue en Sarnath donde públicamente y ante un reducido auditorio (humano) abrió «las puertas de lo sin-muerte», para él se habían abierto ya en una noche solitaria tras vencer al ser llamado Muerte (Māra) bajo el árbol bodhi de Uruvela, cuyo presunto descendiente protege hoy del calor a los numerosos meditadores que practican a su sombra.
Recalco lo de «solitaria»: la Iluminación es el único de los cuatro grandes acontecimientos biográficos del Buda que no tuvo testigos humanos. Hay que creerla; es cuestión de fe. Que nació, que enseñó, que murió es básicamente el esqueleto de la vida de cualquier enseñante, aunque todo ello transcurriera sin tantos milagros u ornamentos. La Iluminación es, por naturaleza, prodigiosa, densa, oscura, inaccesible, incontrastable para casi todos.

No deja de ser curioso que la ubicación de ese acontecimiento por naturaleza privado, intransferible, solitario, casi incomunicable, reciba muchos más visitantes que los otros lugares del budismo temprano. Uruvela (Bodhgaya) es el lugar de la esperanza. Aspiramos a reproducir en nuestras propias mentes esa noche mágica de hace veinticinco siglos, o su equivalente, y, si no lo logramos, regresamos a nuestro país con una pequeña réplica del templo que es su emblema –milenario souvenir– o, en el mejor de los casos, financiamos allí una reproducción de tamaño real y proporciones irreales. Pero hay otra razón, no menor, de su éxito. A diferencia de los otros lugares búdicos de India y Nepal, el templo Mahābodhi nunca estuvo bajo tierra. Siempre alzó contra el cielo, en mejores o peores condiciones, su majestuosa torre, que pudiera haber hecho de él el edificio más alto de India durante siglos [1].
La identificación de Bodhgaya es, pues, incontestable, a diferencia de otros lugares búdicos del subcontinente, descubiertos por idealistas arqueólogos decimonónicos guiados por leyendas del corpus budista y recuerdos de peregrinos chinos del pasado [2]. En Bodhgaya, la arqueología no hace más que confirmar la antigüedad de la identificación. Las excavaciones alcanzaron un estrato de tiempos del emperador Asoka (s. III a. C.), quizás lo que queda del supuesto templo original de forma redondeada y sin torres que aparecería en un relieve de la estupa de Bharhut (según cómo interpretemos este). Lo más trascendente de este primer nivel arqueológico es una ancha losa identificada por muchos con el legendario vajrāsana o ‘trono de diamante’ atribuido a Asoka, que marcaría el punto exacto donde el muni se sentó…

El buda Gotama que podemos reconstruir a partir de los textos más «realistas» es un asceta de cabeza rapada y piel posiblemente oscura, como correspondería a un norindio o surnepalí que ha pasado a la intemperie gran parte de su vida. Muy distante al ídolo que conocemos de cabello rizado y piel dorada, representación indistinguible de cualquier otro buda, semejante a los tīrthaṅkaras del jainismo y deudora del modelo iconográfico del yogui cruzado de piernas que adoptara también el hinduismo, y que podría remontarse a la civilización del valle del Indo. El Gotama al que aluden estos textos fue, pues, sepultado por el prototipo visual, pero ni siquiera aquel es el elusivo hombre Gotama histórico… solo el personaje de una literatura producida no se sabe muy bien cuándo. Del mismo modo, el templo Mahābodhi reproducido hoy a lo largo de Asia no es el templo «original» que podemos reconstruir a partir de diversas evidencias artísticas y arqueológicas, sino una remodelación de en torno al siglo V (con intensas «restauraciones» en varios periodos, la última a finales del XIX) [3]. Debajo están los cimientos de un templo precedente, llamado «de Asoka», que nos sugiere que a pocos siglos de la muerte de Gotama ya se identificaba el lugar con la Iluminación, pero antes… de nuevo se extravía el sendero de vuelta, de nuevo el más silencioso de los acontecimientos es llevado río abajo por el estrepitoso torrente de una tradición en este lugar más vetusta que ninguna; más sinfónica, para bien o para mal, que ninguna.
- No solo es difícil encontrar un templo de la India premogola más alto (según las medidas de la restauración decimonónica), sino también uno más antiguo que esta versión «final» del Mahābodhi, fechada en el periodo Gupta (ss. IV-VII).
- Tal era el idealismo de los buenos arqueólogos, con su ardiente determinación de localizar los legendarios lugares búdicos. Luego están otros como el falsificador patológico Alois Anton Führer, cuya participación en el descubrimiento de algunos de los yacimientos hoy más importantes sembró un eterno velo de sospecha sobre ellos.
- Sin embargo, una placa de la cercana Patna sugiere que el actual diseño piramidal ya existía en el siglo II o III (se ha debatido si representa o no al Mahābodhi).