El valle de las flores, una «fantasía» budista en los Himalayas

ROBERTO E. GARCÍA

Este artículo forma parte de nuestra edición especial «El budismo y el cine»

Al hablar de cine budista quizá lo primero que nos venga a la mente es una película que retrate la vida de monjes, que explore los beneficios de la meditación para la salud mental o las virtudes éticas de las enseñanzas, algunos de los temas que actualmente interesan a los practicantes de budismo. Más raro es encontrar producciones cinematográficas que exploren aspectos poco atractivos para el pensamiento moderno, pero bastante comunes en el budismo tradicional, por ejemplo: los espíritus como una presencia peligrosa constante; los relatos kármicos que se extienden durante varias vidas; las historias de redención de personajes criminales que rectifican su camino gracias al poder de las enseñanzas budistas, entre otros temas.

Tal es el caso de El valle de las flores (Valley of Flowers, 2006) del cineasta indio Pan Nalin, quien alcanzó renombre mundial con su película Samsara (2001), conocida en español como El discípulo, en la que retrata la caída moral de un monje budista de Ladakh. A diferencia de Samsara, donde aborda directamente problemáticas del monacato budista, en El valle de las flores Nalin desarrolla una historia de amor trágico teniendo como fondo el entorno himaláyico, más específicamente ladakhi, en donde coexisten diferentes identidades étnicas y religiosas como el budismo, el bön y el śaivismo. Así, Nalin logra insertar su relato en un entorno social y cultural complejo, en el que el budismo es el factor dominante, pero no el único. Aunque en su película reconoce esta realidad, Nalin claramente adopta la perspectiva budista para construir su relato, el cual queda enmarcado en las doctrinas del karma, la transitoriedad, las raíces del bien y del mal, y del dominio de las potencias budistas por encima de otras fuerzas espirituales.

El valle de las flores se basa en la novela Magia amorosa y magia negra (Magie d’amour et magie noir; Scenes du Tibet inconnu, 1938) de Alexandra David-Néel, la fascinante viajera y escritora belga-francesa que visitó Tíbet por primera vez en 1924. Si bien se trata de una inspiración más que de una adaptación de la novela, la película de Nalin se nutre del mundo legendario narrado por la viajera y lo recrea de una forma magistral en asombrosos escenarios de la región de Ladakh, incluyendo monasterios, aldeas y zonas de alta montaña, muchos de ellos de dificilísimo acceso. Aunado a ello, el cuidadoso trabajo de la producción, principalmente en lo que respecta al vestuario (a cargo de Natasha de Betak) y los múltiples accesorios, dota a la puesta en escena de una atmósfera de enorme realismo, lo que en sí ya es un gran logro artístico para el director y su equipo, así como un extraordinario deleite visual para el espectador.

Fotograma de El valle de las flores

Pero, ¿qué tipo de película es El valle de las flores? Sinceramente es difícil decirlo. Se trata de una producción que no se deja encasillar dentro de un sólo género. Es, a la vez, una road movie, un thriller, una película de crimen e incluso de horror, pero ante todo se trata de una «fantasía» romántica budista. Ahora bien, aquí debo precisar que, aunque la describo como una «fantasía», los elementos que al espectador moderno le pueden parecer fantásticos no son tales desde una perspectiva budista tradicional. El uso de magia, la presencia de espíritus protectores y malignos, la adquisición de poderes sobrehumanos y otros prodigios forman parte del imaginario budista desde sus inicios, por lo que en un sentido esta película es fiel a los relatos budistas antiguos que con toda naturalidad incluyen este tipo de elementos «maravillosos».

El argumento de la película puede resumirse de la siguiente forma (¡alerta de spoiler!). A principios del siglo XIX un bandolero llamado Jalan (literalmente «Ardor», interpretado por el indio Milind Soman) lidera una banda de ladrones carismáticos y multiétnicos en el saqueo de las caravanas que transitan por la región himaláyica de Ladakh. Durante un robo conoce a Ushna (literalmente «Ardiente», interpretada por la francesa Mylène Jampanoï), una joven misteriosa que afirma haberlo visto en sus sueños y que se aferra a seguirlo. Ushna despierta poco a poco la pasión en Jalan, así como el apoyo de la banda, ayudándolos a robar cosas cada vez más valiosas. Sin embargo, tras el rastro de estos criminales se encuentra un personaje conocido como el Yeti (interpretado por el famoso actor indio Naseeruddin Shah), una interpretación libre del legendario ser que de acuerdo a testimonios locales habitaría algunas regiones himaláyicas. En la película de Nalin el Yeti es completamente humano, tiene una gran afición por las bebidas alcohólicas y se dedica a domeñar espíritus peligrosos. Ciertos aspectos del personaje lo acercan a los mahāsiddhas, los grandes realizados del tantra budista, a algunos de los cuales, como por ejemplo Maitrīpa, se les asocia con el consumo de alcohol, mientras que, a otros, como a Padmasambhava, se les representa como grandes apaciguadores de espíritus hostiles. En continuidad con estas figuras icónicas del budismo de la región, el Yeti es caracterizado como un guardián y protector del dharma armado con un kangling, una trompeta hecha de un fémur humano, y un tambor llamado amaru, dos objetos que se emplean en rituales tántricos del budismo tibetano, y que entre sus usos incluyen la capacidad de convocar y someter entidades peligrosas, tanto externas como mentales. Como se dará cuenta quien vea la película, el Yeti se empeña en usar sus herramientas de poder para sojuzgar a los enamorados, en quienes es posible encontrar más de un factor maligno y literalmente «demoniaco».

Fotograma de El valle de las flores

La película de Pan Nalin no es condescendiente con la pareja de bandidos enamorados y con sus transgresiones criminales. Tampoco emite un juicio moralista sobre este par que bien podría ser un antecedente himaláyico de Bonnie y Clyde. Al estilo de los relatos kármicos del budismo tradicional, más bien se dedica a presentar las nefastas consecuencias de las acciones que ellos mismos han creado. Embebidos con el hurto de cosas cada vez más valiosas, no solamente materiales sino también de carácter energético y espiritual (como la buena fortuna de los otros, sus poderes e incluso su energía y aliento vital), Jalan y Ushna se enfrentan a la implacable inevitabilidad de su propio karma. El elixir de la inmortalidad que en cierto momento consiguen robar a un yogui malvado, se convierte en un veneno que dota de mortalidad humana a la enigmática Ushna —una entidad poderosa que ha atravesado imprudentemente las barreras entre los reinos de seres y ahora se encuentra atrapada entre mundos— y que encadena a Jalan a vivir una existencia de cientos de años sin poder experimentar la muerte, mientras ambos se encuentran unidos solamente por el doloroso recuerdo del otro. En el caso de Jalan, esta condición de indeseada inmortalidad, marcada por el anhelo y la ausencia de su amada, lo lleva a procurar la muerte asistida de quienes se la solicitan, conduciendo la narrativa hasta el Japón del siglo XXI, en donde se llevará a cabo el último encuentro entre los amados y el Yeti, quien finalmente restablecerá el orden, echando mano del poder del Buddha quien, según él, «es quien puede convertir el conflicto en colaboración».

Son varios los aspectos doctrinales budistas que están presentes a lo largo de esta película. Sin embargo, quizá lo más destacable sean las constantes referencias a la transgresión del segundo precepto budista, la abstención de robar, y sus consecuencias kármicas. Jalan y Ushna no son monásticos; sin embargo, su historia se desarrolla en un ámbito cultural en el cual predominan las ideas y las prácticas budistas, y en donde la presencia de poderes asociados al budismo es algo que se toma por sentado. Así, el Yeti funge como guardián del dharma y de las regiones donde impera el poder del Buddha, por lo que su labor consiste en someter a la pareja de criminales a la justicia, pero, ante todo, a dejarles en claro que sus acciones se encuentran sujetas a la inexorabilidad del karma, por lo que su castigo no es algo impuesto desde fuera, sino algo construido gradualmente mediante sus propios actos.

La veta budista que atraviesa El valle de las flores está lejos de ser obvia. Se manifiesta aquí y allá por medio de metáforas que hacen referencia a distintas ideas centrales en la enseñanza de los buddhas. Un ejemplo concreto de esto es el simbolismo de la flor a lo largo de toda la película. La flor representa el gozo de los sentidos, el placer de estar vivos y experimentar el mundo de forma intensa, tal como hacen Jalan y Ushna. Es por ello que su propósito es retirarse a la seguridad de un lugar conocido como el Valle de las Flores, una región que se encuentra en Uttarakhand, un estado del norte de India. En su visión, este valle representaría una región siempre viva, inmarcesible, donde la pareja podría disfrutar de la inmortalidad que habían robado. Pero para el budismo la felicidad eterna no puede robarse. Ni la dicha del nirvana ni el gozo de las Tierras Puras, descrito en los sūtras del mahāyāna (y que, por cierto, rebosan de flores inmarcesibles hechas de piedras preciosas), pueden ganarse por medio del hurto. Solamente el mérito, el cultivo de la virtud y la sabiduría pueden conducir a ellos. En contraste con esto, el Yeti ofrece a la pareja una flor, símbolo budista del placer pasajero, de la mortalidad de los seres, de la transitoriedad (uno de los sellos característicos de la visión correcta de acuerdo al budismo), mostrándoles de esta forma lo inevitable que es su muerte y su separación.

La conclusión de la película de Pan Nalin es tremenda y profundamente budista. No hay pasión sin sufrimiento, no hay placer sin decadencia, ni acto malvado que no fructifique. Sin embargo, también señala que el entendimiento correcto conduce al equilibrio. Después de todo, el budismo es un sistema que enseña cómo transitar de un estado de perturbación y conflicto a otro de sanidad y equilibrio mental. Desde esta perspectiva, El valle de las flores puede verse como una gran metáfora de los peligros de la mente y de la necesidad de mantener bajo control sus manifestaciones nocivas. El de Jalan y Ushna es un mundo donde es posible identificar el mal en el exterior, como parte de la conducta de las personas, como característica de ciertos personajes humanos o no humanos, de quienes se podría pensar que son intrínsecamente malvados, o por lo menos que tienen tendencia a actuar con malignidad. Sin embargo, la película apunta que el verdadero mal, lo verdaderamente maligno, no se encuentra fuera de nosotros; está en nuestra propia mente, en los estados mentales nocivos: es un enemigo que acecha desde dentro. No es fortuito que la película inicie con la siguiente cita que se atribuye a Milarepa, el gran sabio budista de la región himaláyica:

«Aquello que parece un demonio, que es llamado “demonio”

Que se reconoce como un demonio, existe dentro del mismo

Ser humano y desaparece con él.»

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 Roberto E. García es traductor de sánscrito y pāli y un estudioso de tradiciones narrativas del budismo indio. Actualmente es Profesor-Investigador de Estudios Budistas en el Centro de Estudios de Asia y África (CEAA) de El Colegio de México, donde desarrolla investigación sobre los linajes de autoridad regia en la literatura del budismo indio y sobre la historia del budismo en México. Ha publicado varios ensayos académicos sobre literatura y cultura budista. Entre sus publicaciones destaca el libro Jātakas, Antes del Buddha. Relatos budistas de la India, una traducción directa del pāḷi de relatos de vidas pasadas del Buddha. De 2015 a 2017 fue investigador y traductor en el Buddhist Translators Workbench, un proyecto de lexicografía sánscrita del Mangalam Research Center for Buddhist Languages en Berkeley, California.

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