El rugido del Buda: budismo y la música pop (I)

ÓSCAR CARRERA*

Francesco Gabbani dio un toque «asiático» al Festival de la Canción de Eurovisión de 2017 con su «Occidentali's Karma». Toma del videoclip.

Sí, conocemos «Karma Police», de Radiohead. O el «Instant Karma!» de John Lennon. Pero buscamos algo más específico. Buscamos el budismo en la música pop occidental. Y lo encontramos desparramado por lugares y contextos dispares, una red deslavazada de diminutos fragmentos o.… reliquias.

En esta serie de tres artículos nos proponemos examinar algunas de las carreras pop tocadas por el budismo. Un elenco diverso y memorable, que abarca desde cerebros de jazz hasta meros guasones, desde practicantes veteranos con preceptos por tomar hasta chavales greñudos que, en su cotidianeidad, rimaban Nirvana con marihuana. Pero que, como tantos otros, sintieron el atractivo universal y la inspiración poética de una espiritualidad cuyos tecnicismos parecían terminar todos en -a.

Los hippies de los años sesenta tendían a favorecer el hinduismo como representante de la ancestral «sabiduría oriental». Se podría decir que la cultura pop empezó a abrazar el budismo más plenamente en los setenta, con preferencia por las escuelas Vajrayāna. Lo demuestran bandas de rock progresivo desde Alemania hasta Japón, que a veces calzaban nombres como Tibet, Mandalaband o Kalacakra, cuyo Crawling To Lhasa (1972) nos parece, pese a sus templadas críticas, un gran disco «de época». Los motivos budistas, especialmente los tántricos, encandilaron a la contracultura euroamericana de los setenta, coincidiendo con una creciente visibilidad de la diáspora tibetana en Occidente. A finales de los sesenta, el joven David Bowie estudiaba con el lama Chime Rimpoché y se iba convirtiendo en uno de los «budas de los suburbios» de Londres (un «buda» hedónico y algo artero, en su caso, pero lo suficientemente comprometido como para desear un rito budista para su funeral). Londres, Berkeley o San Francisco daban una calurosa bienvenida a maestros zen japoneses y lamas de allende el Himalaya, envueltos en un intrigante halo de misterio:

Ha nacido en el país prohibido,

perdido en la falda de una montaña:

dicen que es la reencarnación de un Dios.

En el misterio del gran monasterio…

(Mecano, 1991)

El budismo ha sido uno de los remedios más recetados para la malaise occidental moderna. Percibido como una sabiduría milenaria, ciencia creativa del espíritu, sin dogmas sangrientos, que nos sacaría de la disyuntiva del nihilismo neurótico por un lado y del puritanismo religioso por otro. Una vía de Iluminación con el potencial de poner un poco de orden en la vorágine de la contracultura, un rayo de luz en la oscuridad existencial de Occidente. Parte de este zeitgeist la capturaron Three Dog Night en su canción de 1975 sobre el paraíso budista escondido de Shambhala, escrita por Daniel Moore e interpretada casi simultáneamente por B. W. Stevenson:

Lava mis problemas, lava mi dolor

con la lluvia en Shambala [sic].

El ansia escapista se aunaba a la decepción con la religión tradicional de Occidente. Como cantaban los porretas cósmicos de Gong en «Sold to the Highest Buddha»: «Estoy harto de Dios y esos obispos que hablan de la divinidad». La banda de jazz rock estadounidense Steely Dan parece ironizar sobre estas fascinaciones en su «Bodhisattva», también de 1973:

Bodhisattva,

¿me tomarías de la mano?

¿Me podrías mostrar el brillo de tu Japón,

la chispa de tu China?

Voy a vender mi casa en la ciudad

y estaré allí

para brillar en tu Japón

y chispear en tu China,

bodhisattva.

(1973)

Al menos comprendieron el primer paso de la renuncia: vender tu casa.

El grupo de reggae estadounidense Ozo nos exhortaba, con un tono profético, a abrazar al Buda y su enseñanza. La verdad es que el estribillo de «Listen to the Buddha» tenía poco potencial lírico para convertirse en un hit de masas:

Escucha al Buda.

cambia tu forma de ser,

cambia tu estilo.

Morirás pronto.

La portada de la reedición del single en 1979 mostraba una mujer a punto de abrazar al Buda… desnuda. Señal de la seriedad con la que se tomaban aquel sermón.

Discernimos ya un patrón. En la música pop occidental, el budismo ha propiciado tanto un entusiasmo febril como una apropiación cosmética; a menudo se daban ambos en el mismo individuo. Una letra, una portada de álbum, unas palmas unidas en añjali o un guiño a la causa tibetana no bastaban para clausurar el abismo entre el ideal budista de la buena vida y el ethos de la estrella de rock. La relación fue cordial, superficial y coqueta, como sucede cuando se encuentran habitantes de galaxias lejanas.

Solo hay que examinar los títulos y el material gráfico de álbumes, canciones y agrupaciones. El elusivo Nirvāṇa, la más misteriosa de las palabras, inspiró el nombre de al menos dos bandas; ninguna de ellas desarrolló temáticas budistas, y Kurt Cobain era más bien jaina. Su contrario, saṃsāra, nos daría mejunjes como Samsara Blues Experiment. La banalización era tal vez inevitable, aunque pocos fueron tan lejos como Robert Plant en el «Nirvana» de su Manic Nirvana (1990), que no osamos traducir:

Oh Nirvana.

I love you, love you, love you, love you.

Holy Moses – mi amigo.

Mystic biscuit – mind your lingo.

Walk in circles – stand by truth.

Watch out boys – she’s after you.

Así cantaba la hispanomexicana Alaska en el tema teosófico-bailongo «Isis», de Alaska y Dinarama:

Mi karma se altera:

Nirvana fatal.

El hilo se afloja cuando

comienza mi viaje astral.

(1984)

El rock en español no ha sido menos dado a esta clase de vulgarizaciones. El Dharma budista tardó en echar raíces en los países hispanohablantes, por lo que le ha costado más, si cabe, escapar al exotismo y la chanza. Llegamos a rozar lo que muchos budistas entenderían como blasfemia, por ejemplo, cuando los españoles Café Quijano dedican un álbum y una canción a La taberna del Buda (2001), o, más bien, de «un tipo que parece el mismo Buda». Los mexicanos Garibaldi expectoraban un galimatías pseudo ¿árabe? al inicio de «Los hijos de Buda», éxito de 1991 que algunos cantaban sustituyendo «Buda» por una palabra malsonante:

Bailando van los hijos de Buda.

¡Buda! Buga, Buga, Buda.

A Buguda, Buguda, Buguda, Buguda.

¡Ban! ¡Gan! ¡Ban! ¡Gan!

Hay que ver son como son estos hijos de… Buda.

Ecos de la gracieta treinta años anterior de la cantante y actriz italiana Silvana Blasi: «Les babouches à Bouddha, à Bouddha, à Bouddhaba…». ¿Así es todo? ¿Se llegaron a entender alguna vez el Buda y el boogie? Desde luego, un entendimiento profundo no es lo primero que salta a la vista. En junio 1997 se celebraba el segundo Tibetan Freedom Concert, con actuaciones de figuras señeras del establishment pop: U2, Radiohead, Sonic Youth, Björk, Blur, Patti Smith, Noel Gallagher, Foo Fighters, Beastie Boys, Alanis Morissette… Un cartel de primera liga y la vaga promesa de un descubrimiento mutuo entre culturas. Desde el escenario se escucharon plegarias monásticas, música tradicional tibetana, discursos sobre la situación del Tíbet y… groserías de rocanrol («¡El Dalai Lama es un nigger!»). Como escribía en su crónica del concierto la revista Rolling Stone: «La paradoja cultural de que la violencia sónica de los Blues Explosion coexistiera con las antiguas tradiciones pacifistas de los monjes –por no mencionar a un ironista súper hipster como Spencer predicando la responsabilidad social– demostró ser la norma del fin de semana».

Existen y existieron, en el pop occidental, artistas y producciones inspirados de forma genuina por el Dharma budista. Pero para llegar a ellos debemos atravesar un denso velo de «paradojas», anhelos, frivolidad y apropiaciones, el oleaje agitado de los puntos en los que dos océanos se encuentran.

*Este artículo forma parte de una adaptación ampliada de la serie «Buddhism and Pop Music», publicada en inglés en Buddhistdoor Global

Puede leer la segunda parte de este artículo aquí