El rugido del Buda: el budismo y la música pop (II)
ÓSCAR CARRERA*

Desde el siglo XIX, el romanticismo ha sido una de las Puertas del Dharma que han creado para el budismo una apertura a la sensibilidad occidental. Llevamos dos centurias enfatizando los elementos del budismo que son compatibles con la trinidad romántica del arte, la espontaneidad y la naturaleza, con un especial interés por el cultivo de las facultades creativas humanas. Un giro que puede sorprender a primera vista, pero que tiene su justificación estructural: por ejemplo, la noción de experiencia estética en Schopenhauer puede tener más paralelos con la meditación de los budistas que con otras conceptualizaciones filosóficas sobre lo que sucede cuando escuchamos una sinfonía. En el siglo XXI no faltan artistas que hablan en términos de samādhi cuando describen el abandono de sí de la performance, o bien de espontaneidad sahaja o intuición zen.
Sin embargo, también cabría afirmar lo contrario. Se dice que la tradición islámica repudia numerosas formas de arte, cuando en puridad lo hacen algunos de sus representantes terrenos, pero en el budismo esto sucede desde tiempos de su fundador… si creemos a sus propios textos. El estrato considerado más temprano de la literatura, en concreto, es poco amigable con diversas formas de lo que llamamos artes musicales. Aunque hay excepciones muy significativas (y que indican que esa sintonía con la sensibilidad romántica es menos superficial de lo que parece), por lo general se anima a monjes, monjas y laicos comprometidos a alejarse de las cosas de escenario, a abandonar la danza, el canto, la música instrumental y los espectáculos de entretenimiento en pos del silencio de la meditación.
Lo primero que es preciso retener aquí es que conceptos como el de música son problemáticos desde una perspectiva intercultural. Uno incluso argumentaría que, más que redefinir los antiguos preceptos budistas, aún tendríamos que definirlos en un sentido culturalmente respetuoso, pues los conceptos de música que circulan en el Occidente contemporáneo suelen tener unas asociaciones muy diferentes a, por ejemplo, los gītā y vādita de la lengua pali, que podríamos traducir como «canto» y «música instrumental» (ni siquiera hay una palabra de uso común que englobe ambos y sea equivalente a «música» a secas). Cuando decimos, por ejemplo, que ciertos budistas de un país de Asia Oriental en 2025 facturan música pese a que ciertos textos de la India antigua desaconsejan la música, corremos el riesgo de estar imponiendo un concepto foráneo a ambos contextos (y a ambas lenguas). Además de imponer una serie de percibidas «obligaciones» entre determinados textos arcaicos (y arcanos) y determinados practicantes contemporáneos, obligaciones que, las más veces, solo existen en nuestra mente.
Con unas pocas excepciones, los textos budistas comúnmente juzgados más tempranos, en el canon pali y sus equivalentes preservados en chino, no consideran las formas musicales como una forma de arte que nos pueda ayudar a profundizar en la comprensión de la condición humana, sino como una fuente de placer sensual: el agrado (y la adicción) del oído. Los indios de la antigüedad (o sus ideólogos ascéticos) parecen tener una percepción de la «música» muy diferente a las predominantes en el Occidente posromántico. Cuando un renunciante o un laico de ocho preceptos renunciaba entonces al canto o la danza, abandonaba algo quizá más cercano a burdeles o carreras de caballos que a una valiosa herramienta para entender la vida o navegar por ella. Los textos nos presentan personajes monásticos que echan de menos cosas para ellos significativas de la vida del hogar, como sus padres o familias, pero nunca, que sepamos, uno que echara de menos la música como algo preñado de sentido existencial.
Que caben diversas demarcaciones conceptuales para ese conjunto de fenómenos que llamamos «música» lo muestran las tradiciones sonoras de las culturas budistas históricas y regionales. Ya en la literatura budista más temprana se infiltra la «música» por las rendijas, a menudo con la justificación de ser una práctica devocional, pero no siempre. La temprana estigmatización monástica no fue óbice para que excéntricos mendicantes errabundos tocaran la flauta por los campos de Japón, para que las pūjās tibetanas restallaran con instrumentos de lo más variado o para que ciertos renunciantes contemporáneos, como el esrilanqués Bibiladeniye Mahanama o la tibetana-nepalí Ani Chöying Drolma, se sumaran a la ola de la música de relajación y meditación. Como cualquier tradición religiosa de cientos de millones de seguidores, el budismo ha inspirado una música devocional popular y hasta festiva, adaptada con fortuna a los géneros modernos.
Lo que distingue a estas formas musicales en Asia es que, ya aspiren a cultivar la devoción, la meditación, ambas o ninguna, tienen una afiliación claramente budista. En cambio, en la música popular de Occidente se produce un curioso fenómeno: la proliferación de motivos budistas sin el menor compromiso personal con la enseñanza de un buda. El uso puramente ornamental de motivos búdicos o budistas, a menudo sin el atenuante de unas pequeñas flores de gratitud o devoción. En general, la existencia del budismo en la música popular occidental ha sido cosmética. Ya sea una imagen de marca en la «Chocolate box» de Cat Stevens o una estatuilla en el «boudoir lleno de budas» de Jacques Brel, el budismo tiene una cualidad bastante ornamental en las discografías euroamericanas, en consonancia con un marco cultural que ha hecho del Buda una deidad «florero».
En el peor de los casos, las alusiones al budismo de la música pop nacen del oportunismo comercial o discográfico; en más de una ocasión era la propia disquera la que elegía una portada en postura de loto. En el mejor de los casos, el budismo permanece como un ideal vago y escapista, una ensoñación como la que describía la banda española Love of Lesbian: «Buscaba un mundo feliz entre Buda o Schopenhauer, de libros de autoayuda o la belleza en Murakami». O bien un nombrecito más en antologías del saber o en enumeraciones de referentes o figuras señeras de la cultura universal, prohombres dignos de ser cantados: «On ne parle à Jéhovah, à Jupiter, à Bouddha qu’en chantant» (Michel Sardou).
Las referencias pasajeras, la parafernalia exotista y el comentario social constituyen el principal hogar del budismo en la música pop. Predomina la visión del outsider, del curioso. Era fácil resolver el título de un álbum, canción o banda añadiendo a «Buda» algún adjetivo, fenómeno que incluso alcanza al mundo del punk underground, donde encontramos Rude Buddha o Pissed Off Buddha. (En 2024 la banda de punk palentina Los Pelukeros de Punset lanzaba «Ataque terrorista budista»). Otra estrategia es yuxtaponer a Gautama algún otro personaje, ilustre o cotidiano: «Buddha for Mary», «Beckett and Buddha», «God Meets Buddha»… Comodín perfecto para adecentar una estrofa o dar gancho a un título, incluso cuando el contenido carece de cualquier otra mención al Iluminado, como sucede con canciones llamadas «Buddha» desde los tiempos de The West Coast Pop Art Experimental Band (1967) hasta Macy Gray (2018).
En el primer artículo de esta serie vimos lo fácil que era evolucionar desde una curiosidad más o menos respetuosa por el budismo hasta el postín, la fruslería o la guasa, en la música pop a partir de los años setenta. Eran aquellos los tiempos en los que la imagen del Buda empezaba a crecer como hongos en los jardines de Occidente, y quizá sea apropiado que este personaje que entró en diálogo con la estética romántica hace dos siglos se incorpore ahora a la cultura occidental popular desde una posición estrictamente ornamental y hogareña. Aunque no todo fue decorativo, la mayor parte lo fue, y hemos de profundizar más en las discografías y biografías para encontrar una práctica budista genuina, algo remotamente asimilable a las músicas budistas de Asia.
* Este artículo forma parte de una adaptación ampliada de la serie «Buddhism and Pop Music», publicada en inglés en Buddhistdoor Global.