Referencias bibliográficas y percepciones budistas en la narrativa de Emilia Pardo Bazán. Parte I
BLANCA PAULA RODRÍGUEZ GARABATOS
Este artículo forma parte de nuestra edición especial «El budismo y literatura iberoamericana»
La amplísima biblioteca de Emilia Pardo Bazán evidencia no sólo su pasión por la lectura sino una avidez intelectual que la llevó a devorar, desde su infancia, toda clase de géneros y autores. Se calcula que a lo largo de su vida, la escritora amplió la biblioteca familiar heredada de su abuelo y de su padre hasta alcanzar los 20.000 volúmenes.
En sus «Apuntes autobiográficos», la condesa relata sus primeros escarceos lectores, a la temprana edad de cuatro años, en brazos de su padre, revisando los artículos del periódico «La Iberia» que se ocupaban de los últimos coletazos de la guerra de África. Cuatro años más tarde, durante unas vacaciones en Sanxenxo, su entusiasmo por las letras se plasma de nuevo en aquellos mismos «Apuntes…» en los que dice: «Siempre había sido yo de esas niñas que leen todo lo que les cae por banda, hasta los papeles de envolver azucarillos; de esas niñas a quienes se les da un libro, y se están quietecitas [en una silla] y sin hacer diabluras horas enteras». Entre sus lecturas veraniegas la condesa menciona obras como El Quijote, La Ilíada y La Biblia (probablemente, uno de sus primeros contactos con la literatura oriental). Siendo ya una adolescente, estudiante en el colegio francés de Madrid, se familiarizó con la literatura francesa que leyó en su idioma original, de tal manera que se aficionó a los autores galos que, como veremos, también influyeron en su interés por el budismo y las culturas asiáticas.

Ya casada y tras su viaje de bodas por Europa, lee y traduce a Shakespeare y a Byron, iniciando, a través de este último, una creciente curiosidad por los estudios orientales (de hecho, en su biblioteca, figuran dos ejemplares de la obra poética de lord Byron, uno en castellano, editado en Madrid en 1880, y otro en inglés original) y siendo ya una joven adulta, empieza a interesarse por la filosofía a través del krausismo, hasta el punto de que aprende alemán para poder leer en su versión original a Hegel, y posteriormente a Schiller, Goethe o Heine. De nuevo, a través de los autores alemanes, conectaría con el orientalismo por lo que resulta especialmente interesante la presencia en su biblioteca, de la obra «Lecciones sobre el sistema de filosofía panteística del alemán Krause / pronunciadas en La Armonía (sociedad literario-católica) por D. Juan Manuel Ortí y Lara» fechada en el año 1865. También, entre sus lecturas germanas figuran dos ediciones francesas de «Ensayo sobre el libre arbitrio» (1877) y «El Fundamento de la moral» (1879) de Schopenhauer, obras que habrán de influir decisivamente en sus opiniones sobre el budismo.
El conocimiento de la nueva literatura francesa, particularmente el «Salambó» de Flaubert, publicado en 1862 (y del cual poseía un ejemplar en castellano fechado en 1896) marcaría profundamente a la condesa, importando no sólo aspectos del Naturalismo sino también del Orientalismo a la literatura española. Curiosamente, también se ha inventariado en su biblioteca, una edición francesa del «Kamasutra. manuel d´erotologie hindu» de Vatsyayana que data de 1883.

De igual manera la lectura de Juan Valera y su obra, «Morsamor», de la cual consta en su biblioteca una edición de 1899, deja notar la influencia del orientalismo en la literatura española y será decisiva en las alusiones que, sobre el tema, realizará en algunas de sus novelas decadentistas y, sobre todo, en la escritura de sus cuentos sobre temas asiáticos.
Su afán lector no conocía fronteras y en su biblioteca podemos encontrar obras procedentes de lugares remotos (como Persia) originarias de todas las épocas (desde la antigüedad clásica hasta los autores más novedosos y rupturistas) y relativas a toda clase de géneros literarios (religión, ciencia, libros de viaje…). Todas las áreas del conocimiento le resultaban provechosas y en lo que respecta al budismo, resulta especialmente interesante el hecho de que, entre sus lecturas, encontremos estudios como «La Nueva teosofía / conferencia pronunciada por Eduardo Gómez de Baquero», fechada en 1891 o una edición de la obra de Sargus, «Reencarnación y karma: estudio nuevo de verdades olvidadas» que, datado en 1903, da fe de su creciente interés por la religiosidad oriental.
Por su parte, también figura entre los volúmenes de su amplio legado bibliográfico, la obra «En el corazón de Asia. A través del Tíbet», escrita por el renombrado explorador sueco Sven V. Hedin, y publicada en España en 1906. Esta fascinante crónica, realizada a comienzos del siglo XX, nos sumerge en una de las más documentadas exploraciones del Tíbet, un territorio, por entonces, poco conocido para el mundo occidental. La expedición, liderada por Hedin, supuso un encuentro inédito con la cultura tibetana, rica en tradiciones y espiritualidad. A lo largo de sus páginas, ilustradas con impresionantes fotografías en blanco y negro, el autor sueco ofrecía un relato profundo de la vida en el Tíbet otorgando especial relevancia a los monasterios budistas, donde residían los monjes que encarnaban la espiritualidad del lugar.

En su formidable biografía sobre «San Francisco de Asís» (1882), Pardo Bazán, influida, indudablemente por sus lecturas krausistas, explora, entre otros muchos asuntos, los orígenes de las sectas místico-panteístas medievales y se remonta a la figura de Gautama, padre del budismo. Dice la autora: «El príncipe real Gotama, rico, cercado de cuantos goces brinda el mundo, se sume á la edad de veintiocho años en meditaciones, de las cuales deduce la religión desesperada conocida por budismo». De sus palabras podemos inferir que desde luego, no parece muy partidaria de las tesis de Buda que, a lo largo de esta obra, analiza con bastante escepticismo e ironía. En primer lugar, Pardo Bazán acusa a Buda de no crear ninguna filosofía o religión nueva sino de ser un mero difusor, entre los grupos populares, de las tesis del brahmanismo que hasta entonces estaban reservadas a chatrias y brahmanes. En segundo lugar, incide en el hecho de que, en su aspiración por evitar las inevitables transmigraciones de la religión brahmánica, Buda pretende alcanzar el «no ser» una especie de «doble y lento suicidio moral y físico», en palabras de la autora, que conduce a sus seguidores a un ascetismo excesivamente riguroso y mucho más mortificante que el prescrito en la regla de cualquier orden religiosa católica. Por otra parte, en cuanto a la repercusión que las tesis de Buda han tenido en la cultura y la filosofía occidentales, doña Emilia atribuye a su influencia, el nacimiento de las herejías medievales de begardos y franciscanos, calificados por la autora gallega como «comunistas religiosos», los primeros y como heterodoxos prácticos y racionalistas, los segundos. Igualmente, considera que el credo budista está en la raíz de la «mendicidad místico-socialista» franciscana y, tras calificar al budismo en sus comienzos como una «especie de Orden mendicante», le atribuye «la devota vagancia» como uno de sus estatutos. Lo cierto es que Pardo Bazán utiliza toda su aplastante lógica para otorgar a la influencia del budismo, importado a Europa por los filósofos nihilistas y pesimistas como Schopenhauer y Hartman, la aparición de las corrientes anarquistas y socialistas, y defiende a ultranza la «superioridad de las doctrinas sociales del Cristianismo» que, según ella opina, son fuente del progreso, grandeza y poderío de la civilización occidental frente a la barbarie oriental, anclada en la quietud que se necesita para alcanzar el nirvana.
Precisamente, la quietud, la inacción, parece ser uno de los aspectos del budismo más molestos para doña Emilia. En «Al pie de la torre Eiffel» (1889) el capítulo VIII, titulado «Bayonetas, cañones, la exposición por fuera», menciona los pabellones pintorescos de Argelia o Túnez y la Exposición colonial y, aparte de destacar la presencia de un teatro asiático y varias pagodas de bulbosas cúpulas, se detiene en «un templo donde el ídolo de Buda cierra los ojos por no marearse con tanta actividad, opuesta á sus soñolientas doctrinas». En esta misma obra, la Carta VII: «Cacharros, muebles, encajes, joyas» hace gala de una perspectiva occidental que percibe la belleza estética de la artesanía colonial como una rareza:
«Una cosa he observado, y es, que cuanto más atrasados son los países que exponen, más aspecto artístico ofrece su Exposición. Las de Persia y el Indostán confirman plenamente esta regla. En ambas abundan los trabajos cincelados de cobre y latón, las espléndidas armas, las tapicerías viejas, las alfombras suaves, las telas de colores; y la sección india descuella por los cachivaches de plata cincelada, que verdaderamente se diferencian de todos los demás del mismo metal que se ven por el mundo. Es una aplicación del estilo hierático á los objetos de uso doméstico. Cada cucharilla para el té remata en un Ganesa ó una Trimurti: alrededor de las tenacillas del azúcar se enrosca la simbólica serpiente: una tetera representa el Nirvana ó la creación del mundo. Es precioso, y presumo que los ingleses deben de fomentar mucho semejante industria, á la vez exótica y familiar. Verdad que se nos figura algo raro hacer de un Buda el mango de un cortaplumas ó el ojo de unas tijeras; mas el trabajo es tan curioso, que la extrañeza se olvida».
No sin ironía, el texto precedente recoge, de nuevo, la singularidad de que la figura de Buda se vuelva omnipresente en objetos de uso doméstico cuya función desde luego, está bastante lejos de la relajada meditación que propugnaba el maestro asiático.
Por su parte, la Carta XXIII: «Diversiones. Gente rara» describe con altas dosis de compasión, la utilización como espectáculo exótico, en el pabellón holandés, de los bailes rituales de las danzarinas javanesas: «Vinieron, pues, las pobres criaturas a arrostrar las miradas impúdicas ó curiosas, a sufrir el frío que ya las tiene ateridas, á ejecutar ante europeos indiferentes, toscos ó burlones, los pasos y mudanzas del baile sagrado que aprendieran para obsequio exclusivo de alguna dorada y ensoñadora imagen de Buda». Además de esta imagen demoledora, la autora coruñesa aprovecha el episodio para reivindicar el decoro de las bailarinas cuyo baile, más bien hierático «no recuerda, por cierto, la voluptuosa danza de Salomé, sino las místicas ceremonias de Salambó en adoración ante la diosa Tanit. No cabe duda: la coreografía de las javanesas tiene carácter religioso». En este párrafo resulta extremadamente interesante la mención expresa que la autora hace de dos de las fuentes del Orientalismo presentes en su vasta biblioteca. Por una parte, la Biblia en donde el arquetipo de la mujer fatal se ve encarnada en la figura de la lasciva Salomé, quien también protagonizará la obra de teatro de Oscar Wilde, fechada en 1891, y de la que doña Emilia cuenta con dos ejemplares (de 1910) en su biblioteca. Por otra parte, deja claro el hecho de que Flaubert y su «Salambó» de 1862, constituyó una lectura que otorgó a la novelista una visión menos eurocentrista y más comprensiva sobre el significado religioso de los rituales javaneses.