El rugido del Buda: el budismo y la música pop (III)
ÓSCAR CARRERA

Como otras tradiciones de origen indio, el budismo pone un fuerte énfasis en el poder protector y salvífico del sonido. Algunas de sus ramas tienen como práctica central no la meditación silente o la investigación filosófica, sino la recitación de sílabas, fórmulas, nombres y textos sagrados. Tras décadas de encuentros con la música popular occidental, uno podría esperarse una especie de crossover entre el pop y los variopintos estilos de canto y recitados budistas a lo largo de Asia, ya sean los discursos del Buda, mantras, dhāraṇīs o las flautas místicas del Japón. Sabemos que esto ha sucedido, sin duda, en Asia: encontramos hoy de todo, desde pop de templo en sánscrito híbrido hasta death metal mántrico. Ha sucedido también a la manera de Asia: la fiebre de la world music llevó a las tiendas de discos occidentales producciones que incluían cantos y músicas budistas de Sri Lanka, el Tíbet o Japón, sonidos que también alcanzaron otros mercados de «género» como el new age y la electrónica. Pero no ha sucedido con la misma intensidad en las producciones occidentales de los formatos dominantes de la música pop y rock.
Por ejemplo, los álbumes clásicos de psicodelia búdica proceden casi todos de Japón. Los pioneros fueron una banda ácida que se hacía llamar People y que consagró su único álbum, Ceremony – Buddha Meet Rock (1971), a una recitación de mantras y «plegarias», con una fascinante monotonía de inspiración shōmyō. Perseguido por sucesivas generaciones de fans del rock progresivo, Ceremony es un ejemplo temprano –junto con la obra de Stomu Yamash’ta— de la fascinación del avant-garde japonés por los temas y ambientaciones budistas, largo romance que culmina con los Acid Mothers Temple repitiendo el mantra namu myōhō renge kyō durante todo un álbum. Es una pena que la pionera producción budista de People comience y termine con una ruptura del segundo precepto (no robar), puesto que el prólogo y el epílogo incluyen samples no acreditados del disco Song of Innocence (1968), de David Axelrod.
En la Europa de los setenta, el terreno más fértil para prácticas budistas tradicionales como meditar y cantar sūtras pudo ser la mezcla característicamente alemana de kraut, rock progresivo, electrónica y música ambiental. Destaca la banda Between, que firmó canciones como «Dharana» u «Om Namo Buddhaya». Precursores de la world music o al menos del adjetivo «étnico» aplicado a estas materias, Between tenía por líder al compositor Peter Michael Hamel, quien en 1975 lanzó un disco de nombre Buddhist Meditation East and West, con homenajes al buda Amitābha y a «Shunyata» («de donde vine yo»). Una clase de álbum que será más común en los ochenta, y que presagia la obsesión mundial de la electrónica instrumental por la imaginería budista, más allá de los confines del Goa Trance. Exploraciones como el Mahakala-Puja (1985) de Klaus Wiese, descrito como «una Meditación-Mantra que funciona al nivel del cuarto y el séptimo chakra», se aseguraron de que este nicho más progresivo y experimental no quedara vacío en la nueva década.
Durante los ochenta creció el interés en el budismo en diversos géneros y audiencias, especialmente en los Estados Unidos. La escena punk underground era lo suficientemente amplia y a la vez estrecha como para que estas ideas se propagaran entre sus guerrilleros. En contraste con la típica iconoclastia del género ―que también se cebó con el Buda―, florecieron genuinos practicantes que, en algunos casos, devinieron maestros e ideólogos budistas. Brad Warner sigue tocando el bajo en agrupaciones punk mientras dispensa el Zen recibido por el maestro Sōtō (sui generis) Gudō Wafu Nishijima; su comentada adopción de posturas menos progresistas con el paso de años si acaso lo aproxima más a generaciones anteriores del zen japonés. Noah Levine cambió las drogas duras y la prisión por una carrera como maestro de meditación budista, envuelta recientemente en controversia. La banda punk Ruin iba de blanco en el escenario y estaba compuesta por budistas practicantes, aunque ello no se trasluciera demasiado en las letras; uno de sus miembros, Glenn Wallis, terminó doctorándose en Buddhist Studies por Harvard y dio clase en varias universidades mientras desarrollaba su concepto de «no budismo especulativo».
Un fenómeno paralelo, y menos ligado a un género específico, es la popularización del referido mantra namu myōhō renge kyō, generalmente vía la organización japonesa Soka Gakkai. Entre los pioneros se cuentan el músico de jazz Herbie Hancock, que lleva cantando el mantra desde al menos 1972, y la cantante Tina Turner, que se inició en 1973. Una joven Courtney Love lo aprendió cuando era bailarina de striptease allá por 1988 y lo fue usando según temporadas (las más luminosas, en su estimación). Sin embargo, apenas queda reflejo discográfico del mantra; parece que ya se estilaba menos introducir mantras en canciones que en la época de People (o los Byrds).
Aunque se suele asociar el movimiento hippie de los años sesenta con las «filosofías orientales», es en los setenta y ochenta cuando detectamos una mayor penetración del budismo en las corrientes de la música pop. Ello no bastó para cambiar la percepción de que el budismo era cosa de beatniks, jazzmen o compositores minimalistas, los primeros gremios en interesarse (ya en 1964 tenemos al clarinetista Tony Scott facturando Music for Zen Meditation). Tampoco es que las letras pop se hicieran mucho eco de él. Solo en los noventa comenzaremos a ver a celebridades pop inmersas en el estudio y la práctica del Dharma. Las identidades fluidas son la regla de este juego, y no siempre está claro si un artista tomó formalmente refugio, votos o preceptos. El freak folkie Devendra Banhart bromea sobre su propio «vehículo» budista hedónico ―«Rasayana»―, y el camaleón kármico Boy George se autodescribe como «católico en mis complicaciones y budista en mis aspiraciones». ¿Y quién no es budista cuando tiene delante al XIV dalái lama?
Sin abandonar su ancestral identidad judía, el cantautor Leonard Cohen pasó su tiempo entre 1994 y 1999 ordenado monje en un centro zen, con anhelo de vida contemplativa y de pausar el alcohol y la seducción, aunque el monasterio de su elección no era del todo ajeno a ambas cosas. La compositora y performer Laurie Anderson se fue orientado hacia las enseñanzas del maestro tibetano-nepalí Mingyur Rinpoche, no sin antes convertir a su pareja Lou Reed en «no budista practicante». Por su parte, Amanda Palmer, del dúo The Dresden Dolls, ha sido una de las pocas voces en señalar las tensiones entre la mente meditativa y la creativa (¡existen!).
La realidad es que la mayoría de las estrellas pop de profesión budista nunca cantaron sobre ello. Diríase también que el inmenso acervo de historias y arquetipos de la literatura budista está aún por descubrir por parte de los letristas mainstream (una excepción reciente es el desgarrador «Hollywood» de Nick Cave). Excepciones a esta regla son el maestro Franco Battiato, que lanzó un documental y un libro inspirados por el concepto del bardo tibetano, y el rap rocker Adam Yauch de los Beastie Boys, organizador de actividades en pro del Tíbet a través de su organización Milarepa Fund, como los primeros Tibetan Freedom Concerts. Asociado en sus inicios a la cogorza, las jaulas de gogó y estridentes himnos festivos, Yauch terminó disculpándose en canción por su anterior personaje misógino y escribiendo versos sobre el ideal del bodhisattva, que rapeó con característica furia:
Por el beneficio de todos los seres busco
la mente iluminada que sé que cosecharé.
Respeto a Shantideva y a todos los otros
que trajeron el Dharma para las hermanas y los hermanos
De aguafiestas del rap a bodhisattva al servicio de todos los seres… Soberbia curva de aprendizaje. Es fama que el budismo lleva milenios apaciguando a espíritus convulsos: el gran emperador Asoka, las dinastías mongolas y, ahora, músicos, actores y literatos salvajes. Aunque se le ha acusado (injustamente) de cierta ceguera a la belleza, el budismo se lleva sorprendentemente bien con la bohemia, afinidad mutua que llegó a amenazar la implantación occidental de algunos linajes. Pero, cuando se permite al budismo alzar la voz, suele ser para recordarle a la estrella que su estilo de vida no le hace demasiado bien a nadie.