Aprendiendo a despedirnos: Primera parte
VENERABLE KARMA TENPA
Con esta nueva serie de cuatro artículos de Aprendiendo a despedirnos —aquí el primero—, comparto mi punto de vista sobre cómo, con el estudio que ilumina, la práctica que transforma y la reflexión personal que desnuda lo esencial, podemos hacer «propio» al Dharma. No poseerlo como un bien privado, sino hacerlo propio en el sentido de habitarlo y apaciguar todo aquello que la mente agita.
Desde esa sabia mansedumbre, desvelar finalmente que, de todas las tantas preguntas que nos hacemos cuando la vida nos interpela, muchas no tendrán respuestas porque no están para ser respondidas, sino para ser vividas.

¿Por qué aprender a despedirnos? Porque a la madurez espiritual no se llega —entre otros capítulos— sin atravesar el portal del dolor del cambio constante, sin desenmascarar a los enemigos internos, sin desandar los laberintos de los malos entendidos y, parafraseando a Alexandre Jollien*, sin observar al sí mismo hasta verdaderamente encontrarse y, entonces, estallar en carcajadas, porque no hay nada mejor.
Estos son los temas de cada uno de estos cuatro artículos que elijo para aprender a despedirnos, reconociendo nuestras capacidades y abrazando nuestras flaquezas. Este proceso abre la puerta a una transformación compasiva, permitiéndonos observar nuestra experiencia desde una perspectiva más amplia y enriquecedora.
Aprendiendo a despedirnos de las certezas
Toda tempestad tiene, como un ombligo, un agujero
en medio por el que una gaviota puede volar en silencio
Harold Witter Bynner**
Esta madurez espiritual tampoco es un atributo fijo ni un estado que se alcanza sin un precio, sino que es el resultado de habitar aquello que más tememos: nuestra relación con el miedo a la pérdida. Todos hemos sentido ese temor en sus múltiples formas: la inquietud que despierta la posibilidad de la pérdida de la vitalidad física, las sombras del deterioro cognitivo, la ausencia de quienes amamos y nuestra muerte misma. Este miedo, a menudo solapado, silencioso, pero otras veces bullanguero y descarado, nos mantiene al margen de nuestra auténtica naturaleza búdica más profunda, reteniéndonos sin poder cruzar esa puerta que revela lo que realmente somos.

La madurez espiritual no se proclama ni busca control o poder sobre la vida insumisa. Más bien, es un gesto de entrega hacia nuestra vulnerabilidad, una aceptación robusta de la incertidumbre de la impermanencia como matriz de la existencia. Madurar significa permitirnos reconocer cuánto miedo sentimos, cuánto desconocemos y lo impotentes que, a veces, nos sentimos ante el misterio de la vida. En ese espacio, en esa rendición a lo que no podemos controlar, encontraremos el auténtico valor de ser sinceros con nosotros mismos.
El Buddha reconoció la transitoriedad como una de las enseñanzas más cruciales del camino espiritual. Su metáfora es poderosa: «De todas las huellas, destaca la del elefante. Asimismo, entre todos los temas de meditación, la idea de la transitoriedad es insuperable». Con estas palabras, el Buddha nos muestra cómo la contemplación de la impermanencia no es un ejercicio de desesperanza, sino una puerta hacia la sabiduría y el despertar.
La impermanencia, junto con su inseparable compañera, la interdependencia, son las hebras del tejido de la vida. La interdependencia nos muestra que nada existe en aislamiento, que todo está conectado en un entramado infinito de relaciones. Y la impermanencia, por su parte, nos enseña a navegar este entramado con una mente ágil y un corazón receptivo. Nos invita a despedirnos como una expresión de amor y apertura, de tal manera que despedirnos de aquello que se va es, a la vez, hacer espacio para lo que llega. Es aprender a habitar el vacío como un territorio fértil para el crecimiento.

El acto de despedirse de lo que damos por permanente es, en sí mismo, un aprendizaje profundo. Es un ejercicio de abrir el corazón a las ausencias, haciéndoles espacio incluso antes de que se produzcan, de transformar el vacío gélido de la ausencia en un espacio amable y lleno de significado. Ya sea que nos despidamos de un ser querido que parte hacia sus propias geografías o de una etapa de nuestra vida que llega a su fin, cada adiós es una oportunidad de crecer. Al despedirnos, no cerramos una puerta, sino que dejamos que el eco de lo que fue resuene en nosotros de nuevas maneras. Ese eco amoroso abraza tanto las distancias como las pérdidas, tanto las separaciones temporales como las definitivas.
La impermanencia es una piedra de toque que nos recuerda que la vida no es un destino, sino un viaje por siempre por diversos paisajes, en el que todo lo que amamos, como lo que no, está destinado a cambiar. Nuestra tarea no es resistir el cambio, sino aprender a caminar con él, a fluir con sus ritmos y a encontrar en cada transformación una fuente de sabiduría y bondad.
La vida y la muerte nos interpelan de manera constante
Ahora que mi granja está arrasada por las llamas,
puedo contemplar la luna.
Mizuta Masahide (1657-1723)
El «yo», en su afán de protegerse, tiende a ignorar el juego continuo de la impermanencia, pues percibe en ella una amenaza directa a su pretendida existencia. Se resiste a aceptar el carácter poco fiable de la vida, aferrándose a la ilusión de control y certidumbre. ¿Cómo podría ese «yo», tan ansioso por seguridades, confiar en lo impredecible? Aprendamos a integrar la impermanencia con presencia y compasión, para acompañarnos tanto en los instantes cotidianos de la vida como en el inevitable proceso de morir.
La sensación de vulnerabilidad se revela con fuerza cuando aceptamos nuestra mortalidad. A veces se manifiesta claramente; otras, se esconde tras el desconcierto de los cambios, tras esa dificultad de navegar por las corrientes incontrolables de la vida, mucho más poderosas que nuestros deseos y voluntades.

Aprender a despedirnos de las certezas es una capacidad lúcida y compasiva de la mente, que distingue con claridad, actuando como un faro, lo objetivo de lo subjetivo. Es una guía que nos permite observar las olas del miedo, del deseo ardiente de poseer, del rechazo impulsivo y de los matices sutiles que los acompañan.
La lucidez no es simplemente una capacidad de atención; es un espacio interno donde la naturaleza vacua de la mente y su esencia indivisible de compasión se encuentran con el flujo cambiante de nuestra experiencia. Es ese territorio silencioso y vasto donde todo lo que experimentamos —pensamientos, emociones, temores, deseos— puede desplegarse sin resistencia, como una danza efímera sobre el escenario de lo cambiante.
No es solo estar atento al momento, sino un reconocimiento profundo de que, aunque todo cambia, existe un núcleo inquebrantable de claridad y apertura en nuestro interior que permanece inafectado. Habitarlo es darnos permiso para vivir con autenticidad, aceptando el devenir de la vida mientras nos sostenemos en el amor que nos habita.
Desde esa presencia buscamos, en los pliegues de nuestros miedos y esperanzas, preguntarnos con cruda honestidad: ¿qué sentimos? ¿qué tememos o qué anhelamos cuando pensamos en ese momento en que habremos de despedirnos de todo y de todos? No nos demos prisa para respondernos; permanezcamos en el interrogante hasta que las respuestas nos llamen para contarnos lo que tienen para decirnos.
*Jollien, Alexandre. La sabiduría pícara: Filosofía práctica para la vida a partir del caos físico y el dolor crónico. Ned Ediciones, 1.ª edición, octubre de 2020.
** Bynner, Harold Witter (1881-1968). Poeta estadounidense, conocido también como Emanuel Morgan.
Enlaces:
https://karmatenpa.com/
“El EGO te INTOXICA de ti mismo”: Entrevista a un monje budista

Venerable Karma Tenpa es un monje budista, argentino, residente en España. En el año 2007, recibió de parte de S. E. Situ Rimpoche la ordenación de guelong (monje completamente ordenado). Participa en la formación de voluntarios en el acompañamiento espiritual en el proceso de morir en la Fundación Metta Hospice (https://fundacionmetta.org/).
Puede leer la segunda parte de este articulo aquí