Budismo y cultura cubana (I): Severo Sarduy, un lezamiano dhármico
DOUGLAS CALVO GAÍNZA
Este artículo es la tercera parte de la serie «Albores del budismo en Cuba». Pueden leer la segunda parte aquí.
«Que a la flor de loto
El Diamante advenga.»
(Líneas finales de Cobra).
Compleja tarea será ofrecer una panorámica del influjo budista sobre la cultura cubana, dada la incongruencia generalizada de datos dispersos. Pero ya que comenzaremos tal faena, vayamos primeramente a la literatura insular, donde no faltan autores insignes y apasionados por el buddhadharma.
Innegablemente, el más excelso fue José Martí, a quien cierto personaje chino de una célebre novela de Daína Chaviano denominaba «Buda iluminado» y «gran santo», que emitía luz.[i] Pero ya hemos tratado en un artículo anterior sobre su interés en el Buda y el budismo. Por tanto, procederemos hacia literatos más recientes.
Uno de los novelistas más famosos de Cuba es José Lezama Lima (1910-1976), cuya magnum opus Paradiso, de pasmosa erudición, contiene alguna que otra insinuación mahayana en su enciclopédico repertorio de sugestiones místicas y esotéricas. Descuella su memorable poema El pabellón del vacío, parcialmente inspirado en la arquitectura japonesa y su sanctasanctórum o tokonoma, cubículo con prohibitivas energías sacras y muy asociado al zen. El absorto verso lezamiano lo rememora, haciéndose eco de las atrevidas paradojas de Hakuin:
«El vacío es más pequeño que un naipe
Y puede ser grande como el cielo,
Pero lo podemos hacer con nuestra uña
En el borde de una taza de café
O en el cielo que cae por nuestro hombro.
(…)
¿La aridez en el vacío
Es el primer y último camino?»[ii]
Lezama legaría una honda estela en los literatos de la Isla y de la diáspora en años por venir. Y entre sus cercanos del renombrado círculo Orígenes se contó Lorenzo García Vega (1926-2012). Este último se familiarizó en España con el zen, al que dedicó múltiples alusiones en su vasta creación, y especialmente en su polémico ensayo Los años de Orígenes.
Pero sobre todo es Severo Sarduy (1937-1993) , aquel autor criollo que, profesándose un fiel discípulo lezamiano, a la par se involucra más honda y sutilmente en el budismo.
Al fallecer de sida Sarduy (ensayista, novelista y crítico), ya era su pluma una de las más notorias y populares dentro del neobarroco latinoamericano, y su libro Cobra (1972) ostentaba un premio Médicis. Infatigable peregrino por Asia, que redactaba ante los más venerables entornos del dharma (como el Borobudur, donde comienza su Maitreya), Sarduy es el orientalista cubano por excelencia. Sin embargo, su pasión por Asia no es puro intelectualismo, según asevera en una entrevista con Machover: «Todo lo que ha motivado mi vida y todo lo que ha motivado lo poco que he podido ir haciendo [es la] religión. ¿Por qué la India? ¿Por qué el Tíbet? ¿Por qué Ceilán? Simplemente por el budismo, es decir, por mi interés por esa religión (…) Por eso he ido siete veces a Extremo Oriente. Y espero volver. Es decir, simplemente, porque lo que mueve mi vida es la religión.» (p. 69).
Impelido por su devoción, se volcó el camagüeyano hacia la magia del Asia. Pero su religiosidad, como la de casi cualquier creyente caribeño, no era nada ortodoxa, sino bastante empática hacia las raíces transculturales de nuestra americanidad. Literariamente, su «Oriente» es, sobre todo, «el territorio de una experiencia límite del exilio y la identidad que preside la transformación del sujeto que la afronta (…) espacio idóneo para tráficos, hibridaciones y mestizajes»[iii]
No se trata acá de simples novelas orientalizadas, sino de un impulso que trasciende incluso al así llamado «Oriente» como categoría delimitada. Pues, como aclara el investigador Alpert al analizar Cobra, esta «no presenta una filosofía intercultural—un banal emparejamiento de Este y Oeste—sino, más bien, la demanda de una filosofía del futuro.»[iv]Consonantemente, en Maitreya se prescinde de escenarios europeos, como si Sarduy preconizara un encuentro simbiótico entre «Asia» y «América» que no precisara las mediaciones teóricas de los centros de poder colonial. Y, al contrario de la erudición decimonónica occidental, que avizoraba en el Oriente su antítesis más radical, el literato antillano consigue reclamar a «la otredad, china o hindú, como componente irrenunciable de la propia identidad.»[v]
Con exuberancia a lo Caribe, rebosan sus líneas con floridas descripciones acústicas o cromáticas que nos transportan mentalmente hacia el Tíbet, la India, Sri Lanka… derramando visualidad sobre cada minúsculo detalle panorámico por donde transitan los lamaístas enajenados ante la invasión de las huestes del Gran Timonel, los gurús hindúes, los inmigrantes chinos en Cuba… Un barroquismo que no solo evoca al arte colonial hispanoamericano, sino también al abigarrado colorido del simbolismo vajrayana. Asimismo, su irreverente fluctuación entre lo «sacro» y lo «profano» insinúa, entre reverberaciones muy caribeñas, a la iconoclasia tántrica. De hecho, en una entrevista afirmaba Sarduy que la presencia oriental en sus libros se debía a que solo en el budismo «quedan abolidas todas las oposiciones», incluyéndose las sexuales. Y, por ende, cuando los personajes de su Cobra ascienden los Himalaya rumbo al «Techo del Mundo», entonces: «Sólo escuchan el silencio de los pájaros sobre la nieve eterna, el rumor, en la tarde, de los molinos de plegaria. Todo se va disolviendo, anulando, silenciando como la contradicción de los sexos en Cobra, como la oposición del Oriente con el Occidente, del pecado y la gracia, del yin—recepción y negatividad—y el yang – energía activa.»[vi]
Un/a lector/a budista descubrirá persistentes códigos dhármicos recurriendo en las complejas líneas de Sarduy. Y, en las novelas del camagüeyano, con independencia de las dispersas afirmaciones «doctrinales» (sobremanera técnicas) o del argumento central, en realidad la principal resonancia búdica será la hermética metodología narrativa.
En ella, las tramas nunca son cerradas, con una linealidad espacio-temporal progresiva, sino perpetuamente abiertas, circulares, como un espejo del samsara indio, sin principio ni fin. Por ejemplo, al adentrarse alguien en Maitreya iniciará un viaje psicológico cuya culminación, casi sin excusas, impregnará en él o ella el atisbo de que todo es ilusorio. No se procura, de hecho, transmitir un argumento lógico, comprensible y cómodo para el intelecto, sino más bien el que se aprehenda el vacío subyacente a esa marejada siempre pulsátil de los fenómenos, entre cuyas olas cada individualidad autónoma parece difuminarse en el todo nada disgregable e indefinible.
Maitreya parecería un mandala, una rueda cronológica (enmarcada por dos revoluciones: la maoísta y la iraní). Engloba asimismo sus propios continentes (Asia y América), sus habitantes y su divinidad central: el Buda del futuro. Pero este último es elusivo, camaleónico, siempre otro. No constituye una esencia iluminadora, sino (en irónico contragolpe al ingenuo orientalismo mesiánico de la contracultura occidental en los setenta) una presencia tan vacua como el propio vacío.
La hipnótica lectura nos conduce a una dimensión donde el espacio y el tiempo se revelan como irreales. No hay núcleos, ni sustancialidades fijas, sino que cada límite, cada dualidad, se transparenta como siendo del todo inmaterial, mientras que cada individualidad de la trama resulta tan fugaz y efímera como la impermanencia misma. Todo lo contrario: el rol de protagonista va oscilando perennemente entre lo singular heterogéneo e intermitente, y lo colectivo. Y así va adquiriendo un carácter impreciso o inconexo, un «no-yo». Son múltiples los recursos que emplea el sagaz autor para transmitir esta su visión, como cuando las personas gramaticales («él», «ellas», «nosotros», …) se intercambian fluidamente, en una radical anunciación de anatta.
Nadie conjeture que estamos otorgándole rienda suelta a la imaginación. En una entrevista con Ana Eire donde se le interroga sobre sus versos «mudo combate/contra el vacío», y que él admite ser una repercusión del zen, afirma esto Sarduy sobre la identidad humana: «La relación del sujeto al budismo es esa: mudo combate contra el vacío, pero sabiendo perfectamente que el centro de su sujeto, que el centro de su yo no es un monolito, no es una cosa firme y concluida, sino un haz, algo que se va degradando constantemente, a cada instante, y cuyo fundamento – fundamento entre comillas – es vacío. El sujeto es vacío. La ilusión del yo es persistente pero completamente vacua, efímera. (…) Pero ese vacío es lo que me sostiene, a pesar de mi palabra, a pesar de mi materialidad física aparente, a pesar del discurso que emito, el vacío es el sustrato, el sostén; un sostén, como es natural, totalmente ilusorio, efímero. No hay nada.» (Sarduy y Eire: p. 368). Por eso, para Sarduy el intenso trabajo literario sólo le concede «una ilusión muy persistente de individualidad, de existencia, pero no es más que una ilusión.» (Ibídem).
La tendencia natural a apegarnos a algún carácter que nos salga al paso durante la lectura, quedará implacablemente disuelta en un obligado desapego, dada la transitoriedad de los personajes sarduyanos. Y el ritmo con el cual unos seres aparecen, transfieren toda su relevancia a otros y al punto se desvanecen, sin pausa ni reposo, apunta al renacimiento/reencarnación samsárico, donde una constante transmisión de causas y efectos condicionados es todo lo que podemos aferrar de la vacua esencia del universo.
A la larga, solo le resta una alternativa al lector: la renuncia contrita a las seguridades manidas de la racionalidad; zambullirse en un abrumador koan novelado, cuyo verdadero protagónico (tal vez el único que sobrevive), es el movimiento mismo. Se diría que Sarduy no se interesa en el bienestar anímico de quien le lee, sino que opta por descerrajar inmisericordemente las puertas de sus más recónditas ansiedades. Sin embargo, el final con la frase alusiva a «la impermanencia y vacuidad de todo», produce un abrupto (y esperado) despertar a ese terrible sueño, inasible y vertiginoso, de la existencia (terrena o novelesca-onírica). Un remate ese muy a tono con el sobrio apotegma de Sarduy en Cobra: «El silencio y el gesto único del cero son perfectos.» (p. 158).
¿Pesimismo de exiliado? ¿Nihilismo? Dudoso en tal amante de la vida. Más bien, serena constatación de verdades eternas, bien condensadas por este insondable poema sarduyano:
Palabras de Buda en Sarnath. (c. 1991).[vii]
No hay nada permanente ni veraz,
Ni ajeno al deterioro y la vejez.
Se disuelve lo que es en lo que no es,
Y en el iris todo lo que verás.
El sujeto no es uno; sino un haz
De fragmentos dispersos que a su vez
– Sin origen, textura o nitidez-
Se dividen en otros. No es falaz
La noción de sujeto: es un matiz
De un color que precede a toda luz,
El rostro en el reverso de un tapiz
Que aparece un instante a contraluz.
O el timbre inolvidable de una voz.
Pero nunca el encuentro de los dos.
REFERENCIAS
ALPERT, Avram. «Buddhism and the Postmodern Novel: Severo Sarduy’s Cobra» En Twentieth-Century Literature, Durham: Duke University Press, marzo 2016, Vol. 62, Nro. 1, pp. 32-55 <https://doi.org/10.1215/0041462X-3485014>.
EL CAMAGÜEY. Severo Sarduy: ¿Por qué el Oriente?, 2021 <https://www.elcamaguey.org/severo-sarduy-por-que-el-oriente>.
GUERRERO, Gustavo. Severo Sarduy. Letras Libres, 2021. <https://letraslibres.com/revista-mexico/severo-sarduy-2/>.
MACHOVER, Jacob. «Conversación con Severo Sarduy. “La máxima distanciación para hablar de Cuba”.» (entrevista 30/01/1986). En América Cahiers Du CRICCAL. París: Université Sorbonne Nouvelle, 1998, 20, pp. 67-78.
RODRÍGUEZ DE SEPÚLVEDA, César. «La imagen de oriente en las novelas de Severo Sarduy». En INTI: Revista de Literatura Hispánica, Providence: Providence College Department of Modern Languages, 1996, Vol. 1, Nro. 43, pp. 135-145.
SARDUY, Severo y Ana Eire. «Mudo combate contra el vacío: conversación con Severo Sarduy». En INTI: Revista de Literatura Hispánica, Providence: Providence College Department of Modern Languages, 1996, Nro. 43/44, pp. 361-368. <http://www.jstor.org/stable/23285828>.
SARDUY, Severo. Cobra. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1972.
SARDUY, Severo. Maitreya. Barcelona: Seix Barral, 1978.
[i] La isla de los amores infinitos. Grijalbo, 2006 (edición digital), p. 178-179.
[ii] https://www.poesi.as/jll0007.htm.
[iii]GUERRERO: s/p.
[iv]ALPERT, p. 33.
[v] RODRÍGUEZ DE SEPÚLVEDA: p. 142).
[vi] EL CAMAGÜEY. S/p.
[vii] https://in-cubadora.org/2016/08/23/severo-sarduy-%c2%b7palabras-del-buda-en-sarnath%c2%b7/.
Douglas Calvo Gaínza (La Habana, 1970).