«La copa», o el sasāra en un balón

ÓSCAR CARRERA

Este artículo forma parte de nuestra edición especial «El budismo y el cine»

Cartel de Phörpa, «La copa’» (1999).

«Dos naciones civilizadas se pelean por una pelota». Satisfactoria o no, esta es la explicación que recibe un viejo abad tibetano cuando intenta comprender qué diantres es eso del fútbol. En tiempo récord pasará de pedir definiciones a contemplar cómo el monasterio entero se pone de fiesta para ver la Copa del Mundo de 1998. Así de rápidos son los cambios. El mundo hoy gira en torno a un balón de fútbol, y para ver un partido en directo, para sumarse a esa fiebre global, hay que comprender, para empezar, que la Tierra es redonda: cosa que, bromea uno de los protagonistas, un tibetano jamás entendería. Algunos, en efecto, sólo abrazaron la idea cuando el exilio los empujó a India, Nepal y otros lugares.

Así de rápidos son los cambios, y La copa (Phörpa), del director-lama butanés Khyentse Norbu, captura un instante de ese vértigo. Contra lo que se lee a veces, la película, de 1999, no está ambientada en Bután, ni en el Tíbet, sino en un monasterio tibetano en el norte de India. El abad vive con las maletas hechas para regresar a su tierra natal, mientras que el número de sus novicios crece a base de niños refugiados que se las arreglan para cruzar la más formidable de las barreras naturales. Resulta que un estilo de vida arcaizante como el del monje budista («una moda que tiene 2500 años») no es impermeable a la pasión futbolística: los chavales se pasan el día hablando de fútbol, se pintan nombres como Ronaldo en las camisetas y están decididos a ver la final cueste lo que cueste, aunque hubiera que instalar en el monasterio una enorme antena parabólica.

Khyentse Norbu, también conocido como Dzongsar Jamyang Khyentse Rinpoche, tiene un buen ojo para cambios y ajetreos. Reconocido en su infancia como reencarnación del fundador del linaje Khyentse, terminó estudiando cine y exponiendo su visión del budismo en libros como Tú también puedes ser budista (2007), con característico humor y desenfado. A la vez introductor y voz crítica de las tradiciones tibetanas, fue el primero en consagrar a Bután, su país natal, un largometraje entero: la escénica Viajeros y magos (2003). Su última producción es la fantasmagoría (la casi performance) Hema Hema: Sing Me a Song While I Wait (2016).

Uno de los goces secretos de La copa es lo que nos va mostrando sobre las vidas cotidianas de sus protagonistas. Al parecer, la sociedad tibetana ha sido trasplantada con éxito a este asentamiento norindio. Tenemos al clásico ermitaño, que ofrece profecías por un módico donativo: la insolencia con que lo tratan algunos tiene un regusto muy verídico. Profeta, como todos, reverenciado a la vez que vapuleado, podría ser un personaje de las más remotas cordilleras… salvo quizás por la sobreabundancia de latas de Coca-Cola en su humilde choza. De la sociedad laica vemos poco: una madre con su hija que solicitan (ellas sí, respetuosas) una predicción, o un cobertizo donde hombres de los alrededores se dan cita para ver partidos de fútbol, ritual efectuado frente a un televisor en blanco y negro majestuosamente apoyado sobre sacos de verdura.

Una ventana a la cultura global.

Más que un trasfondo pintoresco, la India es una opción natural: allí (y en Nepal) vive la mayor parte de la diáspora tibetana actual. Toda la película fue filmada en el monasterio de Chokling y otras localidades en el asentamiento tibetano de Bir (Himachal Pradesh). Un intrigante documental sobre su filmación nos revela que los actores se interpretan a sí mismos de un modo u otro, si bien el casting y otras decisiones importantes fueron dejados a la adivinación.

Existen decenas de estos asentamientos tibetanos a lo largo y ancho de la India, tanto en las faldas del Himalaya como en el extremo sur del subcontinente (donde se encuentra el segundo mayor, Bylakuppe). Se trata de poblados y monasterios donde uno se siente por momentos como en el Tíbet… hasta que la mirada se posa en un puestecito de golosinas y namkeen (snacks especiados del subcontinente) o en un jardinero con bigote y tez oscura. En La copa, la India se cuela constantemente por las fisuras: en un vehículo decorado con un Oṃ, en un salivajo de betel (paan), en las letras devanagari de un calendario, en billetes de rupia o, más adelante, en la persona de un artero comerciante. El resto del mundo tiene una presencia más fantasmal, y siempre en función de su relación, más o menos tangencial, con la causa tibetana: quiero que gane el equipo de Francia porque es «el único país que apoya lealmente al Tíbet», mientras que en América —que por cierto «está hecha de goma, hasta sus caras y sus mamas»— en general andan «cagados de miedo de China».

Monjes echando un partidito: no se puede ser santo todo el rato. Fuente: Coffee Stain Productions

Khyentse Norbu aprovecha la confusión de esta encrucijada de culturas para ajustar cuentas con una vida monástica que ha conocido desde niño. Nos muestra con regocijo las entretelas de los oficios religiosos budistas, los bostezos, cabezadas y bromas de mal gusto entre novicios aburridos por cánticos interminables, y el resultado es tan hilarante como aquel The Funeral (1984) de Juzo Itami. La ordenación (real) de dos niños recién llegados del Tíbet no resulta nada acogedora, sino extraña y amenazante: ¿reminiscencias personales del director, reconocido como maestro de un linaje a la edad de siete años? La película se basa en hechos que tuvieron lugar en la escuela dirigida por Norbu, llamada entonces Dzongsar Institute, y el linaje del monasterio en pantalla, a juzgar por una fotografía de Dilgo Khyentse Rinpoche, es el del director. Pero estamos muy lejos de un autorretrato: uno siente que el único que falta en este elenco de monjes de Bir interpretando sus propias vidas es el propio director, protagonista de los acontecimientos en los que se inspira la película. Y sin embargo, Norbu permanece rigurosamente ajeno a la historia; ni siquiera es imitado o insinuado. Él es sólo un ojo, que se balancea entre la fidelidad minuciosa a su entorno y una contemplación exotizante del arte y el ritual tibetanos, al son de una banda sonora que, a ratos, se nos va aún más lejos (la canción principal, «Alabanza a la montaña Dunjin-Garav», es mongola).

Nada de esto quiere decir que La copa se quede en un comentario sociológico o en humor de costumbres (tibetanas). La clásica tensión budista entre lo mundano y lo supramundano (sánscrito: laukika, lokottara) aparece y reaparece a lo largo de esta historia sobre la inoculación de la pasión futbolística en un monasterio tibetano. «Eres muy mal negociante, serás un buen monje». El contraste entre las enseñanzas monásticas y la fiebre futbolera desgaja lecciones dhármicas a las que no sabríamos hacer aquí justicia. Lo mejor es alquilar una antena parabólica y sintonizarla a tiempo.

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Óscar Carrera es graduado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y máster en Estudios del Sur de Asia por la Universidad de Leiden, donde escribió una tesis sobre la música y la danza en la literatura pali. Conoce en profundidad las regiones budistas del sur y del sudeste asiático y ha publicado varios títulos sobre música y sobre religiones, que se pueden consultar en: http://leidenuniv.academia.edu/OscarCarrera

 

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