¿Es el budismo una religión «tan violenta como cualquier otra»?

ÓSCAR CARRERA

Anawrahta trae las escrituras budistas a su reino tras la conquista de Thaton, en 1057. Fuente: saraniya.com

Desde el saqueo birmano de Ayutthaya en 1767 hasta el establecimiento de la dinastía Chakri en 1782, la guerra civil arrasó Tailandia. Entre los combatientes, clanes de monjes diestros en el uso de espadas y pistolas intentaban repartirse el país. Por ejemplo, Chao Phitsanulok de Fang, con monjes de túnicas rojas como seguidores, logró establecer un efímero estado independiente en el norte de Tailandia. Mientras tanto, en Thonburi, Taksin (r. 1767-1782), un entusiasta laico budista que se atribuía el estado espiritual de un entrado en la corriente (sotāpanna) y el poder del vuelo sobrenatural, tomó posesión del trono pese a la amarga oposición de influyentes sectores del sangha. Cuando Rama I, primer gobernante de la nueva dinastía tailandesa, terminó tomando el poder, Taksin fue ejecutado y muchos monjes militantes fueron expulsados de la orden.[1]

¿Pandillas de monjes con pistolas sembrando el pánico? ¿Meditadores con superpoderes usurpando tronos? La historia del budismo abunda en episodios igualmente desconcertantes. Por ejemplo, los saqueos de capitales de reyes budistas por parte de otros reyes budistas para robar poderosas imágenes… budistas. El paladión del actual Reino de Tailandia, el Buda de Esmeralda, fue sustraído en el siglo XVIII de Vientián (actual Laos) tras más de dos siglos residiendo allí, mediante un saqueo militar que seguramente rompió otros preceptos aparte del segundo («no tomar lo que no ha sido dado»). Las leyendas de la región se glorifican de incidentes parecidos. Se cuenta que el rey birmano Anawrahta (s. XI) invadió el reino budista de Thaton y capturó a sus gobernantes para traerse las escrituras sagradas a lomos de elefante, o que se adentró hasta la capital del reino de Nanzhao para apropiarse de una reliquia de un diente de Buda… pero sólo consiguió una imagen que la había rozado. De su hijo Kyansittha se dice que asesinó a los monjes-arquitectos del edificio estrella de Bagan, el templo de Ānanda, para asegurarse de que no imitarían su estilo en ningún otro lugar. El asesinato de un monje parecería lo más antibudista del mundo… hasta que se conocen algunos pormenores del budismo «real». Monjes budistas, por cierto, asesinaron al primer ministro cingalés Solomon Bandaranaike en 1959 y al rey tibetano Langdarma en el siglo IX (y posiblemente al camboyano Cau Bañā Ñom en el XVII): en todos los casos la protección del budismo era una de las razones aludidas para romper el más fundamental de sus preceptos.

¿Aberraciones propias de tiempos de decadencia? Sólo un par de siglos después del Buda, el rey cingalés Duṭṭhagāmaṇī colocó una reliquia en la punta de su lanza real y emprendió una guerra contra los tamiles. Después de un baño de sangre, el rey recibió a ocho santos budistas, que le aseguraron que haber asesinado a infieles tamiles no le impedía el camino al cielo. En realidad, sólo habría matado a «un ser humano y medio»: uno que seguía los preceptos budistas y otro que sólo había tomado los refugios (el «medio»). Los demás, infieles, eran comparables a bestias (pasu).[2]

¿Aberraciones propias de un pasado oscurantista? Me temo que hemos de problematizar la extendida concepción del budismo como una religión sin un pasado de derramamiento de sangre. Dos milenios después de que los cronistas cingaleses le prometieran el cielo, el sangriento Duṭṭhagāmaṇī renacía en la reciente guerra civil de Sri Lanka (1983–2009), jaleada por un influyente sector del monacato budista, y, más recientemente, en el conflicto étnico entre budistas rakhine y musulmanes rohinyá en Myanmar, que, desde que intervino el ejército en 2016, alcanzó proporciones de limpieza étnica. Acusados de terrorismo y de participar en un complot musulmán para superar numéricamente a los budistas en Myanmar, la crisis de los rohinyá prueba una vez más que un credo como el budismo puede resultar no sólo compatible, sino a veces justificante para la peor forma de xenofobia. La leyenda de Duṭṭhagāmaṇī fue reivindicada ante militares por un célebre monje birmano. Otros habrían desarrollado la estrambótica teoría de que, como la etnia perseguida se compone de reencarnaciones de serpientes e insectos, habrían de ser exterminados como tales.

Quizá Duṭṭhagāmaṇī no quedó del todo convencido por aquellas palabras de consuelo, pues dedicó el resto de su vida a construir estupas y monasterios.

Acontecimientos como estos no han quedado culturalmente impunes. En años recientes se ha elevado un coro mundial de voces contra esa noción de que el budismo es incapaz de engendrar violencia. Los titulares son elocuentes: La cara más oscura del budismo, Monjes con machetes, Los budistas van a la batalla, El budismo puede ser tan violento como cualquier otra religión… Una nueva especialidad académica, los estudios sobre budismo y violencia, ilumina nuevos aspectos de su historia, pero con este cambio de tornas corremos siempre el riesgo de situarnos en el extremo opuesto. Pues no es casualidad que tantos comprendan el budismo como un credo fundamentalmente no violento. Si nos vamos a los textos considerados canónicos en Myanmar o Sri Lanka, difícil es encontrar un pasaje que apoye de algún modo el uso de cualquier clase de violencia. El Buda declara en ellos que los guerreros tendrán su castigo en vidas futuras,[3] y que cualquiera que odie a quien le haga mal, en lugar de emanar benevolencia hacia esa persona, habrá dejado de seguir sus enseñanzas, incluso si unos bandoleros están en ese mismo momento cortándole los miembros del cuerpo con una sierra de doble mango.[4] Otros muchos sermones y fábulas atribuidos al Buda esbozan ideales de no violencia tanto o más radicales; se podrá criticar su ingenuidad, su falta de realismo, de sentido de Estado, etcétera, pero en ningún caso que no hayan dejado claro su mensaje. La única ocasión que conozco en estos textos donde unos laicos «defienden» a un buda con violencia mortal es en relación con un buda que no les enseñó el Dharma.[5]

Si bien otros «fundamentalismos» religiosos violentos pueden citar (o tergiversar) palabras de sus fundadores en defensa de sus ideas, su equivalente budista corre el riesgo de convertirse en un fundamentalismo sin fundamentos. Algo que defender porque forma parte de nuestra historia y de nuestro pueblo, sin que nos importe demasiado averiguar si tiene algún otro valor. Que la historia de Duṭṭhagāmaṇī sea invocada en momentos y lugares tan diferentes sólo demuestra su ubicación insólita y aislada en la literatura. Que varios monjes y eruditos hayan coincidido en citarla para alimentar tensiones étnicas sólo demuestra que, en efecto, poco más hay que citar a tal efecto. Uno haría mejor en rebuscar en la historia/leyenda regional y las circunstancias contemporáneas.

Un misionero budista es un misionero budista y un caudillo guerrero es un caudillo guerrero; el segundo suele estar demasiado ocupado batallando y conquistando como para estudiar el Dharma en profundidad, aun cuando pretenda que es su cometido defenderlo. Cuando los dos aspectos han coincidido en la misma persona, las tensiones son inevitables. Un ejemplo nos bastará. Se cuenta que el monarca Rājasīha I de Lanka (s. XVI) luchó valerosamente defendiendo su isla, que se considera protectora del budismo en el mundo, contra los impíos portugueses. Pero al oír de unos monjes budistas que haber matado a su padre era un crimen imperdonable, los asesinó, quemó sus libros y favoreció a los shivaístas.[6]

Y un rey es un rey… (Especialmente en el sur del subcontinente.)

Creo que es justo decir que el budismo ha sido históricamente una religión con fuertes tendencias pacíficas, sincréticas, tolerantes y un tanto fatalistas. La literatura india previa a la desaparición del budismo le asigna un carácter benevolente, como observaba Ronald M. Davidson:

A lo largo de la literatura del periodo medieval temprano los budistas son representados como notablemente compasivos hacia otros seres […] La reputación de los budistas por su bondad era lo suficientemente conocida como para que Malladeva-Nandivarman, un rey shivaísta del Āndhra-maṇḍala (Andhra central-Karnataka), mantuviera en el 339-340 d. C. que «en su reputación por la más alta compasión hacia todos los seres del triple mundo, era como un bodhisattva». [7]

Monjes cingaleses recibiendo al teósofo estadounidense Henry S. Olcott, 1883. Fuente: Wikimedia
Semejante reputación se extiende a las crónicas modernas. Me contentaré con seleccionar algunas citas de visitantes a la isla de Lanka a lo largo de los siglos. Escojo esta isla porque ha disfrutado de más fluidos contactos con el mundo occidental que, por ejemplo, los herméticos Himalayas o el remoto sudeste asiático, pero también porque en los últimos tiempos ha sido identificada con un integrismo budista xenofóbico, uno de los frutos de un complejo proceso identitario que comenzó a tomar forma en torno a la década de 1860. Esto es lo que decían algunos de los que la visitaron antes de que todo el proceso empezara:

En esta misma isla hay una gran multitud de judíos, así como de muchas otras sectas, incluso tanwis o maniqueos, pues el rey permite el libre ejercicio de toda religión (Abu Zeid al Hasan, viajero musulmán, en el año 911).[8]

Los monjes budistas en la montaña y otros lugares son muy santos, aunque no tienen la Fe… Me invitaron a sus monasterios y me trataron como a uno de ellos (Giovanni de Marignolli, legado apostólico que visitó la isla en 1348).[9]

[Los cingaleses] ensalzan y elogian mucho la castidad, la templanza y la verdad en palabras y acciones; y confiesan que es por debilidad y flaqueza que no pueden practicar lo mismo, reconociendo que los vicios contrarios han de ser aborrecidos […] En cuanto a dar testimonio de confirmación en cualquier materia de duda, la palabra de un cristiano será creída y acreditada mucho más que la suya, porque, piensan, tienen más conciencia de sus palabras (Robert Knox, capitán inglés que vivió diecinueve años en la isla tras ser capturado en 1659).[10]

Hasta que el cristianismo asumió una posición decididamente adversa, incluso los sacerdotes [budistas] miraban a esa religión con respeto, y a su fundador con reverencia. He visto afirmar en un controvertido tratado, escrito por un sacerdote budista de Matura hace menos de quince años, que probablemente Cristo en un estado de existencia anterior era un dios que residía en uno de los seis cielos […], el cual, movido por la benevolencia, deseó y obtuvo un nacimiento como hombre, y enseñó la verdad hasta donde estaba familiarizado con ella. Que su benevolencia, su virtud general y la pureza de su doctrina lo hacían merecedor de reverencia y honores. Si, por consiguiente, se concedía la supremacía de Buddhu y la perfección absoluta de su sistema, ellos no veían nada inconsistente en respetar ambos sistemas (Daniel John Gogerly, misionero metodista que llegó al Ceilán colonial en 1818).[11]

James Selkirk, misionero horrorizado al contemplar la «idolatría» budista en un templo en 1827, preguntó a un monje si de verdad estaban adorando a una estatua del Buda: Él dijo que eso hacían, y que los ingleses adoraban a Jesucristo y los cingaleses adoraban a Buda, que ambas eran buenas religiones, y terminarían llevando a los que las profesaran al cielo.[12]

Nada puede superar el buen gusto, la comunicatividad sin reservas, e incluso el tacto, demostrado por los cabezas de la iglesia budista en Ceylán en su trato con los europeos, mientras que sean tratados con la cortesía debida (George Turnour, estudioso y funcionario británico, en 1837).[13]

Solía tomar como morada el pansal [templo budista], y rara vez se me negó el hospedaje de una noche o un refugio temporal durante el calor del día. Los sacerdotes traían el bol de limosnas cuando veían que estaba hambriento, y, removiendo los contenidos con la mano desnuda, los exhibían ante mí, para tentarme a tomarlos; o traían tabaco o algún otro lujo, para expresar su satisfacción por mi visita […] Al comienzo de la misión wesleyana, los sacerdotes de una aldea solicitaron usar la escuela para leer bana [sermones budistas], y apenas pudieron llegar a comprender los motivos por los que se les negó (Robert Spence Hardy, misionero metodista en Ceilán desde 1825).[14]

Aún en 1850, cuando el tímido budismo cingalés empezaba a armarse contra las agresiones cristianas, James Emerson Tennent, secretario colonial de Ceilán, escribía:

Difícilmente se podría decir que los budistas o sus clérigos manifiesten hostilidad activa; y aunque los segundos han hecho recientemente esfuerzos más enérgicos, en la construcción de banamaduas [salas de predicación], la realización de pinkamas [actos meritorios] y ceremonias, los esfuerzos han estado dirigidos menos a disuadir de la religión cristiana que a ampliar la propia.[15]

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[1] Harris, Cambodian Buddhism: History and Practice (Honolulu, 2005), p. 131. Referencias omitidas.

[2] Mahāvasa, cap. XXV.

[3] Sayutta-nikāya 42.3

[4] Majjhima-nikāya 21.

[5] Dhammapada-aṭṭhakathā, comentario al verso 71.

[6] Geiger, Rickmers (trs.), Cūḷavasa, Being the More Recent Part of the Mahāvasa, vol. II (Londres, 1930), cap. 93.

[7] Davidson, Indian Esoteric Buddhism:  A Social History of the Tantric Movement (Nueva York, 2002), pp. 89-90.

[8] Abū Zayd Ḥasan, Ancient Accounts of India and China by Two Mohammedan Travellers… (Londres, 1733), p. 84.

[9] Cit. en Dhammika, Sacred Island: A Buddhist Pilgrim’s Guide to Sri Lanka (Kandy, 2008), p. 114.

[10] Knox, An Historical Relation of the Island Ceylon… (Londres, 1681), p. 64.

[11] Cit. en Tennent, Christianity in Ceylon: Its Introduction and Progress… (Londres, 1850), p. 240.

[12] Selkirk, Recollections of Ceylon, After a Residence of Nearly Thirteen Years… (Londres, 1844), p. 379.

[13] Turnour (tr.), The Maháwanso in Roman Characters…, vol. I (Ceylon, 1837), p. xliv. Sobre sus pares birmanos escribía el capitán Alexander Hamilton: «Nunca preguntan de qué manera adora a Dios un extranjero, sino que si es humano, es objeto de su caridad» (A New Account of the East Indies…, vol. II [Edimburgo, 1727], p. 63).

[14] Hardy, Eastern monachism (Londres, 1860), pp. 312-13.

[15] Tennent, op. cit., pp. 320-21.


Óscar Carrera es graduado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y máster en Estudios del Sur de Asia por la Universidad de Leiden, donde escribió una tesis sobre la música y la danza en la literatura pali. Conoce en profundidad las regiones budistas del sur y el sudeste asiático y ha publicado varios títulos sobre música y sobre religiones, que se pueden consultar en: http://leidenuniv.academia.edu/OscarCarrera

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