Danza para un mundo efímero

JOSEPH HOUSEAL

Hace casi 40 años, compré una pintura en rollo en Kioto. Pertenecía a un vecino que tenía en las laderas de Yoshida Yama. Mi amigo Saburo sabía que yo coleccionaba pinturas de danzarines y él tenía una que quería enseñarme. Saburo era un graduado de la universidad, más bien pobre, que estudiaba entonces meditación en el templo Kurodani, cerca de donde yo vivía. La pintura mostraba a un chico bailando el Bon Odori, una danza budista celebratoria de finales de verano para apremiar a los ancestros a que vuelvan a su mansión en el más allá. Las orillas del río se llenaban de danza y de familias pasándolo bien. Había unas cuantas cosas en la pintura que le daban una apariencia única. El abuelo de Saburo la había conseguido, en un lote con otras obras, alrededor de 1920. Aquel rollo concreto estaba firmado y sellado. El pintor era desconocido. La pintura no está en muy buenas condiciones, pero contenía una lección que quería recordar. 

Al no estar entonces tan informado sobre los peinados tradicionales japoneses como lo estoy ahora, creía que la pintura representaba a una mujer. La pintura es, de hecho, de un chico. Los chicos en el umbral de la edad adulta son apreciados en la sociedad tradicional japonesa debido a su fugaz belleza, más o menos como los cerezos o las hojas de otoño son memorizadas poéticamente. Incluso hoy, chicos jóvenes bellamente ataviados aparecen en festivales de culto al fuego y en ceremonias budistas en las montañas.

Chico danzando en el Obon. Pintura en rollo de la era Taisho. Imagen cortesía de Core of Culture

Saburo me pidió que me quedara y así me podría guiar a través de la pintura: «Es mi pintura zen favorita entre todas las que dejó mi abuelo», me explicó. Sabía que diciendo esto captaría mi atención, puesto que yo acababa de empezar mis estudios de zen en un monasterio local, estaba leyendo a Kenneth Rezroth y estaba abierto a comprender el zen. Saburo había estudiado zen durante muchos años. Su vida estaba centrada en la práctica meditativa. Y sabía mucho de arte debido a su familia.

Llamar a esta pintura «danza zen» festiva me producía una gran perplejidad, porque no se trataba de un paisaje austero en tinta, ni de una elegante y enigmática caligrafía, y Saburo poseía bellos ejemplos de ambas. La pintura del Bon Odori era una cosa maravillosa, una delicia repleta de patrones, decorativa, como todas las cosas bonitas. No parecía una pintura religiosa, sino una pintura secular de una familia bailando en el Obon.

«Nunca dura,» dijo Saburo.

«¿Qué es lo que nunca dura?» 

«El sol en su zénit.»

No pude entonces evitar observar el enorme sol naciente pintado en el rollo. Se aproximaba al punto álgido del mediodía. No se me había ocurrido interpretarlo como un símbolo de la transitoriedad. Pero, al fin y al cabo, ¿qué hace el sol sino transitar?

La pintura es del periodo Taisho japonés, marcado por el reinado del emperador Taisho (1912–26). El mundo se había vuelto complejo después de la dinastía Meiji, un mundo ahora marcado por una creciente apertura internacional. Los artistas tradicionales japoneses experimentaban con formas artísticas occidentales, como el diseño gráfico, la perspectiva y la representación de objetos modernos. Esta es la característica de las obras de la era Taisho, desde la inteligencia gráfica hasta los marcos para tela estampada. 

El chico que baila en la pintura podría mostrarse en circunstancias más tradicionales, como figura solitaria flotando sobre un fondo inmaculado. En cambio, aquí tenemos a un sol ascendiente y a dos otros bailarines, todos moviéndose en el sentido de las agujas del reloj. El chico mira hacia atrás. Está en un campo de azul celeste. No existe suelo a los pies de ninguno de los danzarines.

«Nada encaja,» dijo Saburo. 

«Sugiere una danza. Podemos ver hacia dónde se mueven,» apunté yo. 

«Hay otros dos bailarines que no encajan. El abanico del chico no encaja. Apenas encaja él.»

«Esto no suena muy zen, que digamos, Saburo.» 

«Mañana, la ropa del chico ya no le encajará.»

La pintura se iba volviendo más interesante cuanto más hablaba Saburo. El chico seguía siendo tan inocente como lo es un chico que baila. Le pregunté a Saburo: «El chico es inocente, ¿hay algo de zen en ello?»

Saburo volvió su atención otra vez hacia la pintura.

«¿Ves lo que el chico revela al mostrar la manga del kimono interior? Como el ala de una mariposa, ha pelado la manga rojiblanca del kimono exterior. Las olas del verano van pasando. Vemos cómo aparece el diseño de hierba sasa, hierba de otoño que solamente crece en septiembre.»

«¡Fantástico! ¡Qué japonés!» exclamé admirado. «¿Sería consciente de ello el chico?»                             

Saburo respondió: «Su madre probablemente lo vistió así y un barbero le hizo el peinado.»

«¿Pero acaso es zen porque penetra en el momento fugaz del chico que se hace mayor, la progresión inevitable de las estaciones de la vida, incluso en un día, incluso en un momento?» pregunté. De repente la dulce pintura adoptó una cierta urgencia. ¿Hay sabiduría más alta que las cuatro estaciones?

«Quizás» respondió Saburo. «Es zen porque no es solamente ‘visión correcta’ sino también espontaneidad. Fíjate en el punto de vista del pintor. Es frontal. El Bon Odori es una danza circular. Alguien bailando justo delante del chico lo está mirando directamente en este momento perfecto. Lo que están viendo es la naturaleza cíclica del universo en movimiento. La danza representa una despedida agridulce de la adolescencia. El chico es bello como el día fugaz. Esta pintura es el epítome del mundo efímero.»

Como dice el poema antiguo:

En las orillas vacías

las hojas de hierba sosa

susurran en el viento.

Recuerdo a un bailarín

que no está aquí.

(Adaptado de la obra del poeta Kakinomoto no Hitomaru, c. 650– c. 709 d.C.)

Chico danzando en el Obon. Era Taisho. Detalle de un margen.
Chico danzando en el Obon. Era Taisho.

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