Crisis climática: un enfoque budista dzogchen
ELÍAS CAPRILES
Comunidad Dzogchen Internacional /Universidad de Los Andes en Mérida, Venezuela
Este artículo forma parte de nuestra edición especial: «Budismo, ecología y cambio climático»
La crisis climática no es un problema separado, sino la más visible punta de iceberg de una crisis muchísimo más amplia: la crisis ecológica.
La evolución espiritual humana es, para el budismo, degenerativa —lo cual es particularmente radical en las formas tántrica y dzogchen de budismo. En estas esa evolución se divide en cuatro —o tres— eras, que en su versión de cuatro son: (1) era de perfección [i] o, en los textos de Dzogchén, «era del dzogchen»[ii] ; (2) era de tres [iii] ; (3) era de dos [iv] ; (4) era de oscuridad [v] .
Esta degeneración puede explicarse como un gradual incremento de la combinación de inconsciencia y distorsión de la verdadera condición universal en sánscrito llamada avidya[vi]
Avidyā y equivalentes significan «no conocimiento», pero no ausencia de conocimiento ordinario, sino de la patencia de la verdadera condición universal que la enseñanza dzogchen llama vidyā o rig-pa. Esta enseñanza enumera tres tipos/aspectos de avidyā: (1) inconsciencia de la única, verdadera condición [vii] : ocultación de la verdadera condición por una estupefacción que ha nublado las corrientes mentales de los seres sensibles desde tiempo sin comienzo, y que subyace en cada cognición; (2) error o distorsión coemergente [viii] : percepción de la luminosidad —lo que se manifiesta mediante los sentidos— como algo externo/ajeno a nosotros; (3) error o distorsión por imputaciones imaginarias [ix] : pleno desarrollo de la ilusión de ser un sí-mismo substancial, división de los campos sensorios en figura-fondo, tomar la figura abstraída por las funciones cognitivas como en sí misma separada, y percibir la figura en términos del contenido de un pensamiento que se experimenta como lo que ella es en-sí. En breve, la avidyā es ignorancia o inconsciencia de la verdadera condición de nosotros mismos y todos los entes, pero también percepción distorsionada o errónea que nos hace sentir que todos los sujetos y sus objetos son autoexistentes, substanciales, independientes y absolutamente verdaderos —e incluso susceptibles de proporcionar satisfacción. Cuando tenemos los tres tipos de avidyā, estamos en una absoluta confusión: nuestra experiencia está totalmente distorsionada y no obstante la tomamos como correcta, fiel y perfecta vivencia de una verdadera realidad. Para algunos esta confusión es el cuarto tipo de avidyā. En todo caso, el corazón de la plena avidyā es la ilusión de ser un sí-mismo separado con consciencia e inteligencia propias, particulares, separadas e independientes de la Totalidad universal de la cual toda consciencia y entendimiento son funciones.
En el canon pāli y el budismo theravāda la fuente del duḥkha es el ansia [x] , pero ellos postulan doce eslabones de originación interdependiente [xi] , siendo el ansia es el octavo y el primero la avidyā. [xii] Avidyā —combinación de ignorancia/inconsciencia y error/distorsión—es, claramente, la causa del duḥkha. Cuando sentimos ser consciencias separadas de casi todo lo sensorio, perdemos la vivencia de la totalidad y experimentamos incompletud/carencia-de-plenitud. Puesto que esta carencia de plenitud implica una incontrolable ansia por colmarla, la avidyā es la causa del ansia. Por todo esto, en acuerdo con la cadena de originación interdependiente, según autores del mahāyāna [xiii] y otros vehículos distintos del theravāda la avidyā es la causa de la causa del duḥkha y por ende constituye la segunda noble verdad.
La avidyā es una enfermedad con síntomas muy desagradables. Según el dzogchen, su triple manifestación hace que la consciencia se experimente como intrínsecamente separada del continuo de plenitud del cual ella es parte, experimentando la carencia de plenitud que es central en el duḥkha todo-abarcador. [xiv] A continuación, en nuestra experiencia el continuo-de-lo-que-aparece [xv] se divide en figura y fondo: la atención se limita a un segmento del campo sensorio, que se percibe como figura, mientras el resto del campo se sume en una «penumbra de consciencia», constituyendo el fondo. Aunque han sido nuestras funciones mentales las que han escindido el continuo de lo que aparece como objeto, tenemos la ilusión de que esa escisión es inherente al mundo material y tomamos la figura por un ente substancial en sí mismo separado; percibimos esa figura en términos del contenido de un pensamiento y sentimos que ella es en sí misma ese pensamiento, aunque éste es una proyección de nuestra mente. En este punto, nuestra consciencia es como un túnel y lo que se ve en el fondo parece intrínsecamente separado de todo lo demás e independiente de ello.
Entonces, al evaluar la figura como positiva o negativa, aceptamos, dando lugar a un efímero placer que no nos colma, pues la carencia de plenitud que es un elemento central del duḥkha todo-abarcador (de los tres tipos de duḥkha, aquel que dimana de la ilusoria dualidad sujeto objeto) subyace en él, o rechazamos, generando el duḥkhadel sufrimiento [xvi] —que es un doble sufrimiento (como un leproso que se enferma de peste bubónica) porque, sobre la carencia de plenitud subyacente, el rechazo produce dolor. Una vez que ha surgido la carencia de plenitud y que la evaluación de nuestros objetos nos hace reaccionar ante ellos con indiferencia-neutralidad, aceptación-placer o rechazo-dolor, por contraste con la plenitud de la verdadera condición se considera negativa la carencia, rechazándola automáticamente y así engendrando el malestar generado por el rechazo. [xvii] Así, pues, al manifestarse plenamente la avidyā surge la continua carencia de plenitud e insatisfacción y el malestar llamados duḥkha todo-abarcador.
Alguien con una percepción distorsionada de los puntos cardinales que crea estar dirigiéndose hacia el norte, podría en un momento dado descubrir que está yendo hacia el sur; igualmente, la avidyā genera una mecánica invertida que frecuentemente nos hace lograr lo contrario de lo que queremos producir. Nuestros intentos por obtener placer, felicidad y seguridad recurrentemente generan dolor, infelicidad e inseguridad. Es precisamente esta mecánica del efecto invertido la que se encuentra en la raíz de la crisis ecológica actual: intentando, como los arquitectos de Babel, alcanzar el paraíso por medio de la construcción de una estructura material, hemos producido un infierno y llegado al borde de nuestra extinción.
El proyecto moderno es un producto de la exacerbación de la avidyā, caracterizado por una ilusoria contradicción antagónica entre los humanos y el mundo físico-biológico, y por la fragmentación, debida a la consciencia-túnel, de nuestra percepción de un mundo que en sí mismo es continuo e indiviso —y en el cual las partes que podemos abstraer están enlazadas en una red de vitales interdependencias—. Esta fragmentación puede ilustrarse con la historia que nos ofrecen el Tathāgatagarbhasūtra del mahāyāna y el Udāna del canon pāḷi, según la cual a un grupo de ciegos se le mandó a determinar la identidad de un elefante que se hallaba frente a ellos y, a ese fin, cada uno tomó una parte del paquidermo, llegando a una conclusión diferente sobre la identidad del mismo. Adaptándola a la actualidad: el que asió la trompa dijo que era una manguera de bomberos; el que puso su mano en el ojo afirmó que era un cuenco; el que cogió un colmillo supuso que era un gancho para manipular cubos de hielo; el que asió la oreja creyó que era un abanico; el que puso la mano sobre el lomo afirmó que era un minibús; el que abrazó una pata concluyó que era un pilar, y el que agarró la cola la soltó aterrorizado, creyendo que era una serpiente.
La exacerbación moderna de la avidyā nos ha hecho peores que los hombres con el elefante, pues al extremar nuestra sensación de ser entes intrínsecamente separados e independientes del resto de la naturaleza y, en general, la percepción fragmentaria del universo que nos hace captarlo como un conjunto de entes en sí mismos separados, auto-existentes e inconexos, nos condujo a desarrollar el proyecto tecnológico destinado a destruir las partes del mundo que nos molestaban y a apropiarnos las que nos agradaban —y, así, está destruyendo el sistema único del que somos parte y del que depende nuestra supervivencia. Alan Watts ilustró esto escribiendo que, incapaces de percibir la unidad de la moneda de la vida, desarrollamos poderosos corrosivos para destruir el lado que nos parece indeseable —muerte, enfermedad, dolor, incomodidad, etc.— y conservar el lado que estimamos deseable —vida, salud, placer, etc. Echando los corrosivos sobre el lado de la moneda que queremos destruir, abrimos un hueco a través del numisma y, así, destruimos también el otro lado. Como ya se señaló, el calentamiento global que genera la crisis climática no es más que la quizás más notoria e inmediatamente amenazadora punta de iceberg del desbalance ecológico generado por la exacerbación de la avidyā que impulsa nuestra evolución degenerativa: esta es la causa y el núcleo de la crisis en la ecología de la mente (G. Bateson) que se halla en la raíz de la crisis biológico-ecológica y su base física.
De hecho, ya nadie en la comunidad científica o fuera de ella duda que, si todo sigue como va, la crisis ecológica y su variable climática podrían ocasionar la desintegración de la sociedad humana antes de la mitad del presente siglo y, un poco más tarde, podría conducir a su extinción a la mayor parte de las especies que todavía subsisten, incluyendo la nuestra. La forma de vida imperante sacrifica a las generaciones futuras en su totalidad y a buena parte de las actuales, a cambio de un pseudo-confort que sólo es asequible a unos pocos «privilegiados», pero que ni siquiera a ellos les proporciona grado alguno de genuina felicidad. Como todos los otros miembros de la civilización tecnológica, quienes viven en la opulencia están incesantemente asediados por la insatisfacción, la ansiedad y la neurosis, y carecen de un sentido vital vivencial que justifique su existencia.
___________________________
[i] Sánscrito, kṛtayuga; tibetano, rdzogs-ldan; chino, 圆满時 (Hànyǔ-Pīnyīn, yuánmǎn shí; Wade-Giles, yüan2–man3 shih3).
[ii] Tibetano: rdzogs-pa chen-po’i ldan-pa.
[iii] Sánscrito: tretāyuga; tibetano, gsum-ldan.
[iv] Sánscito: dvāparayuga; tibetano gnyis-ldan.
[v] Sánscito: kaliyuga; tibetano: rtsod-ldan; chino: 爭鬥時 (Hànyǔ-Pīnyīn, zhēngdòu shí; Wade-Giles, cheng1-tou4 shih2).
[vi] Pāḷi: avijjā; tibetano: ma-rig-pa; chino: 無明 (Hànyǔ-Pīnyīn, wúmíng; Wade-Giles, wu2-ming2).
[vii] Tibetano: bdag-nyid gcig-pa’i ma-rig-pa.
[viii] Tibetano: lhan-cig skyes-pa’i ma-rig-pa.
[ix] Tibetano: kun-tu brtags-pa’i ma-rig-pa.
[x] Sánscrito: tṛṣṇā; pāli taṇhā; tibetano sred-pa; chino 愛 (Hànyǔ-Pīnyīn, ài; Wade-Giles, ai4)
[xi] Sánscrito: pratītyasamutpāda; pāḷi paṭiccasamuppāda; tibetano rten-cing ’brel-bar ’byung-ba); chino 緣起 (Hànyǔ-Pīnyīn, yuánqǐ;Wade-Giles, yüan2-ch’i3)
[xii] En esta cadena circular el último eslabón es también causa del primero, pero el que la avidyā sea el primero indica la primacía de este.
[xiii] Tibetano: theg-pa chen-po; chino: 大乘 (Hànyǔ-Pīnyīn, dàshèng; Wade-Giles, ta4–ch’eng4).
[xiv] Duḥkha de los impulsos (sánscrito: saṁskāra-duḥkhatā; pāḷi saṃkhāra-dukkha; Tib.’du-byed-kyi sdug-bsngal; chino: 行苦 (Hànyǔ-Pīnyīn, xíngkǔ; Wade-Giles, hsing2-k’u3).
[xv] Sánscrito: dharmatā; tibetano chos-nyid: chino 法性 (Hànyǔ-Pīnyīn, fǎxìng; Wade-Giles, fa3-hsing4)
[xvi] Sánscrito: saṁskāra-duḥkhatā; pāḷi saṃkhāra-dukkha; tibetano du-byed-kyi sdug-bsngal); chino 行苦 (Hànyǔ-Pīnyīn, xíngkǔ; Wade-Giles, hsing2-k’u3).
[xvii] ¿Contradice esto la ley del karma (tibetano, las; chino, 業 [Hànyǔ Pīnyīn, yè; Wade-Giles yeh4] u otros dos términos), o acción (condicionadora)? No, pues la aceptación, el rechazo y la indiferencia dependen del karmaque hemos creado (y, a su vez, establecen o confirman propensiones), como también dependen de él las condiciones que encontramos en nuestras vidas (incluyendo paisaje, idioma, familia y todo lo demás). En otros escritos ilustré esto con los ejemplos de las plumas de ganso y el masoquista.
Elías Manuel Capriles Arias
De 1993 a 2003 Elías Manuel Capriles Arias ocupó la Cátedra de Estudios Orientales en la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela. En 2003 renunció a su cargo en dicho Departamento e ingresó al Centro de Estudios sobre África y Asia, Facultad de Historia, de la misma Facultad y Universidad, donde impartió Filosofía y materias optativas (en concreto, budismo y artes asiáticas). Además de dar clases universitarias, Capriles es instructor de budismo y dzogchen certificado por el maestro tibetano de estas disciplinas, Chögyal Namkhai Norbu; en este campo ha impartido clases en diversos paises de Europa y America. Vivió en el subcontinente indio desde 1973 hasta 1983. Habiendo recibido enseñanzas de Dzogchen de varios maestros, entre 1977 y finales de 1982 pasó la mayor parte del tiempo practicando dzogchen en cabañas de retiro y cuevas en los altos Himalayas.