Budista mexicano, hijo de la modernidad y el posmodernismo
ALEJANDRO TAPIA VARGAS
Quizá creamos que nuestra llegada al budismo fue accidental o no. Tal vez podamos decir que activamente nos sentimos llamados a él, o simplemente que coincidimos con sus premisas, o incluso admitamos que nuestra excentricidad nos motivó. La verdad es que las circunstancias fueron las que nos acercaron a él.
No intento opinar sobre los demás ni tampoco pretendo exponerme. No obstante, escribo desde una aproximación autoetnográfica; con ella pretendo dar cuenta de una sociedad a partir de una experiencia particular. Sé que, con la autoetnografía la distinción entre lo personal y lo cultural se vuelve borrosa; es por ello que esta narración discurre desde una dimensión subjetiva para coincidir con elementos tangibles de mi ambiente nacional.
Y es que mi ‘primer encuentro’ con el budismo fue en 1989, cuando, siendo universitario, leí en la descripción biográfica de un autor que era «budista». ¿Qué es eso? ¿Cómo alguien puede ser algo que en México no somos? Mi ‘segundo encuentro’ fue casi voluntario: en un congreso académico hubo un taller de meditación al cual me inscribí, para enterarme en él que su instructor era budista.
A partir de ahí, sin darme cuenta, me convertí en presa del pensamiento en boga de la historia del mundo y de las circunstancias sociales particulares que me rodeaban. Yo no lo sabía, pero estaba siendo depositario de una serie de eventos ajenos a mi país, que se vertieron en él y que a la larga repercutieron en mí. Veamos.
La modernidad
Las colonias europeas llevaron a Occidente más que riquezas materiales; legaron cultura y espiritualidad. A principios del siglo XIX, el pensamiento europeo vivió un ‘renacimiento oriental’: vio surgir el romanticismo inglés, la filosofía alemana, el impresionismo francés y espacios académicos como la Pali Text Society. En Estados Unidos, también se fundó una Sociedad Teosófica que divulgó una serie de ideas orientales. De tal suerte que, en 1893, tuvo lugar la Exposición Mundial Columbina o Feria de Chicago, donde se organizó el Parlamento Mundial de las Religiones. Representantes como Swami Vivekananda (hinduista) y Anagarika Dharmapala (budista) expusieron sus ideas a un público occidental, cuya recepción fue más cercana a un empirismo científico que a una espiritualidad exótica.

Un resultado marginal de esta feria fue nodal en el devenir del budismo. Daisetsu Teitaro Suzuki, aún joven, fue recomendado a Paul Carus (editor, estudioso de la religión comparada) para traducir el Tao Te Ching. Este encargo lo llevó a cabo en Illinois, donde, al mismo tiempo, escribió algunos ensayos sobre budismo mahayana. El producto de esta colaboración fue la difusión del pensamiento budista en los Estados Unidos y Japón, así como el posicionamiento de D.T. Suzuki en estos temas.
En México, a finales del siglo XIX, un grupo de políticos y científicos regresó de un viaje diplomático por Japón, compartiendo en la prensa y libros lo novedoso de la ideología de esa nación. Para principios del siglo XX, intelectuales como Amado Nervo (1914) y José Vasconcelos (1938) escribieron en referencia al Buda, al budismo, al sufrimiento, el karma, la India, el deseo y su relación con el cristianismo. En 1957, se produjo un encuentro intelectual que dejó huella en los académicos mexicanos en dos campos del saber, el psicoanálisis y el budismo. Erick Fromm, psicoanalista humanista, y D.T. Suzuki, exponente del budismo zen rinzai, entablaron un diálogo entre ambas concepciones del mundo bajo la idea de ser dos miradas diferentes con premisas semejantes.

El mundo vivió dos guerras mundiales entre 1914 y 1945. Siguieron dos guerras más: la de Corea (1950-1953) y la de Vietnam (1965-1973). En 1960, los tibetanos y su líder espiritual se refugiaron al otro lado del Himalaya, en territorio de la India, que se independizó de Inglaterra en 1947. En los Estados Unidos, apareció Los vagabundos del dharma de Kerouac en 1958, y se desarrolló el movimiento hippie a finales de los sesenta. Con un sentimiento de desencanto social y una búsqueda de paz y armonía interior, jóvenes de distintas partes del mundo viajaron a la India y a Nepal en busca de respuestas; Bob Thurman, de los Estados Unidos, y Ole Nydahl, de Dinamarca, son ejemplos de ello a principios y finales de los años sesenta.
Los tibetanos en el exilio fundaron una serie de Casas Tíbet, como una forma de preservar su cultura, promover la práctica de la meditación, así como dar a conocer sus tradiciones. La primera Casa Tíbet se fundó en 1965 en el país de acogida, en la ciudad de Nueva Delhi; después en Tokio (1975) y Nueva York (1987). En la Ciudad de México, Casa Tíbet fue fundada a mediados de 1989 a cargo de Antonio Karam. Y el año es relevante porque en octubre de ese mismo año el Dalái Lama obtuvo el Premio Nobel de la Paz. Un premio recién obtenido para una casa recién fundada sirvió para dar impulso al budismo tibetano en los medios de comunicación mexicanos (y del mundo, en realidad) bajo la figura el Dalái Lama y Antonio Karam. En su rincón de mundo, la Ciudad de México parecía estar al día y tan en boga como la más cosmopolita de las ciudades y en el corazón de los desarrollos espirituales.

Una historia ¿personal?
Resulta que yo llegué a la ciudad a mediados de 1988, procedente de una población al sur del país. Ubicado en las inmediaciones rumbo al puerto de Acapulco, el único evento histórico importante que había ocurrido en mi pueblo, Chilpancingo, había tenido lugar ciento cincuenta años atrás. Fue en 1813 cuando el ejército insurgente estuvo ahí para firmar el Acta de «Los Sentimientos de la Nación», que dio pie a la Guerra de Independencia de México contra España; fue un evento único y de paso.
Me mudé a la Ciudad de México porque quería ser psicólogo y, además, deseaba salir de las circunstancias limitadoras del pueblo. Quería saber: ¿por qué actuamos los humanos como lo hacemos?, ¿qué es la mente?, ¿cómo funciona la conciencia?, ¿por qué somos así como somos? Las mismas preguntas que continúan haciéndose hoy los estudiantes de psicología. Podría decir que, con este interés y en este contexto mundial y social, fue inevitable encontrarme con el budismo en la ciudad capital. Así fue para mí y unos cuantos colegas más, pero no para el resto de mis compañeros. Supongo que aquí es donde entran nuestras historias personales.
Mi madre es católica, más por costumbre que por devoción; heredera de una colonización de casi quinientos años. Uno recibe los sacramentos porque es lo que tiene que hacer, así, sin mayor entendimiento ni argumento. Cuando yo era púber, empecé a notar algo: cada vez que llegábamos a la iglesia para oír misa, mi papá desaparecía, «Me encontré a un amigo», «traía sed y fui por un agua», «me entretuve buscando una revista», solía decir al reencontrarnos. Mi padre se abstuvo de opinar o emitir una educación religiosa, pero recibía por correspondencia una revista de los rosacruces, leía libros de marxismo, sociología y autoayuda.
A mi padre también le gustaba leer historietas (tebeos les dicen en España). Había una en particular que yo le tomaba prestada y leía: Kalimán, el hombre increíble. Trataba de las aventuras de un tipo musculoso, que usaba turbante, vestía de blanco, procedía de oriente, tenía poderes psíquicos, meditaba, hablaba con frases memorables y tenía la capacidad de detener el pulso de su corazón sin morir ni perder la conciencia y luchaba contra las fuerzas del mal.

En el primer año de mi carrera, mi padre me regaló el libro El Método Silva de Control Mental. Un libro que tuvo mucha difusión en México y que, según mi padre, era leído en círculos de ejecutivos y burocráticos. A mí me pareció interesante, aunque ajeno; tenía la sensación de que eso se aprendía de manera guiada, no descrita en un libro. Me interesaba la mente y su poder, pero eso me sonaba a ciencia ficción.
Durante mi formación profesional (1988-1993), se produjo el boom de las ‘neurociencias’. Oliver Sacks como best seller, la plasticidad cerebral, la diferenciación cortical entre cerebro masculino y femenino. Me interesaba lo científico; quería tener la evidencia y los indicadores que probaran el funcionamiento cerebral. Confundía la mente con el cerebro. Me empleé en un laboratorio de psicofisiología a cargo del Dr. Jacobo Grinberg-Zylberbaum, quien años después resultó ser un investigador polémico de «la máxima casa de estudios en México», como le dicen los políticos a la Universidad Nacional Autónoma de México. Tomamos un retiro vipassana de 9 días en el Insight Meditation Society de Massachusetts; tuve charlas con mis compañeros sobre budismo zen, asistí a un par de talleres de meditación impartidas por Antonio Karam. Me gradué de psicólogo y también me diplomé en historia de las religiones. Las ideas budistas respecto de la impermanencia, el vacío, la idea del no-yo y el sufrimiento se convirtieron en una especie de telón de fondo en mi vida, en una certeza más cercana al nihilismo y en una práctica personal con tintes ‘académico-misticoides’ procedente de mis lecturas del zen, donde el satori es la meta y el zazen su camino.
Fue así como, a partir de estos encuentros, mi primera aproximación al budismo se dio desde una perspectiva modernista, con el zen en los círculos académicos y el Tíbet de moda, motivado por el estudio científico de la mente e interesado en conocer religiones. Aunque mi toma de refugio en el budismo se dio de una forma postmodernista, más contemporánea y más recientemente.
La contemporaneidad (o el posmodernismo)
Querer entender la mente y la función de la meditación desde la ciencia resulta una arbitrariedad. La investigación da cuenta de ciertas técnicas y de algunas experiencias fisiológicas y subjetivas asociadas. Explicar la meditación desde los registros electroencefalográfico o psicofisiológico es una simplificación. La meditación no es una serie de técnicas, ni una herramienta, ni una conducta más de salud; para el budista. es una forma de estar presente en el mundo.
La ciencia no existe como un absoluto a priori; es convenida y consensuada. Se sostiene en un modelo matemático de representación del mundo. Sus datos no explican particularidades, pues está interesada en la representatividad y la generalización de los resultados. Los sistemas de arbitraje de las revistas y de los grupos académicos deciden qué es y qué no es ciencia. Sí, me desencanté de ‘la ciencia’ como poseedora del saber. A fin de cuentas, la ciencia es otro modo de vida, propio del ámbito académico.
En busca de Sangha me acerqué a los grupos budistas de mi localidad al noreste de México. Volví a tomar otro taller con Antonio Karam (ahora lama), me acerqué a un grupo de Diamon Way (Karma Kagyu) y un Kadampa de origen dudoso. Identifiqué algunos denominadores comunes en ellos: un buda deificado, varias divinidades más, pleitesía al gurú-lama o su corte, ritos medievales modernizados, formulaciones en un idioma extranjero y algunos atuendos forasteros; donde mi acceso a La Enseñanza depende de los beneficios económicos o de servicio que yo pueda ofrecer. Entiendo el dana, sí, pero su ascesis ahí me pareció un consumismo «wannabe» exótico y meritocrático.
Tomé un curso acerca de los sutras y otro sobre budismo indo-tibetano. Entendí que la meditación ha de ir acompañada de La Enseñanza (dharma), si no, es vana; y que, además, debe ir de la mano de un compromiso ético (sila), si no, no es congruente. El budismo se vive día a día por ser una forma de vida; de lo contrario, no es budismo. Mi interés intelectual y mi práctica volvieron a centrarse en él.
De pronto me enteré de que mi desencanto científico no era solo mío. No soy el único contrariado. El mundo contemporáneo es una extensión y una crítica del modernismo. La postmodernidad, para los literatos de hoy, representa la muerte de los sueños inclusivos, universalistas, racionalistas y progresistas de la modernidad. Hoy, los autores sospechan de la verdad, de la razón, de los totalitarismos; domina la globalización, el mercantilismo, se prioriza la subjetividad, lo relativo, y hay una reemergencia de lo espiritual (otra vez). Y yo que creía que el desencanto era solo mío.
También entendí que el budismo nunca ha sido uno solo. Se ha adaptado con el tiempo y a las distintas latitudes. Reconozco en mí una atracción mayor hacia el Buda en su contexto y hacia las transformaciones posteriores de la sangha. Me identifico con una práctica secular, no sectaria, como upasaka que se esfuerza por seguir los preceptos. Al mismo tiempo, el estudio del dharma me llega como resultado de la investigación histórica de su propagación…
Detengámonos.
Cómo cada uno llegó al budismo, pareciera bastar con ver la historia personal. Pero, responder a la pregunta de cómo el budismo llegó a cada uno, implica un escrutinio mayor, social, histórico y mundial; no basta una historia personal, ya que toda interacción se da dentro de un contexto. Sí, somos producto de nuestras circunstancias. Así yo, así nosotros.
Ligas de interés
“Buddha and Mind,” Humanities magazine, a publication of the National Endowment for the Humanities (verano 2021):https://www.neh.gov/article/buddha-and-mind
“Heeding Erich Fromm’s Warning,” The Buddhist Review. Tricycle (invierno, 2020): https://tricycle.org/magazine/erich-fromm/
«Un breve recorrido histórico del Dharma en México,» Buddhistdoor en Español (07/10/2019):
https://espanol.buddhistdoor.net/un-breve-recorrido-historico-del-dharma-en-mexico/

Alejandro Tapia Vargas. Doctor en psicología, es editor consultor de Spirituality in Clinical Practice (revista científica de la American Psychological Association) y podcaster de ‘Lectura del Sutra’ (Spotify). Se dedica a la Psicología Clínica y al estudio de la historia.