Semillas y brotes: Brevísima genealogía del budismo en el Perú. Primera parte.
MANUEL ATO-CARRERA
Este artículo forma parte de la edición especial «El budismo en los países de habla hispana»
Introducción
Frente al 76% de católicos, 14.1% de evangélicos y 5.1% que no profesa ninguna religión, el budismo en el Perú se ubica aún en la categoría de «otras religiones», donde comparte el 4.8% con diversos credos minoritarios según el Censo Nacional 2017 del Instituto Nacional de Estadística e Informática del Perú (INEI PERÚ, 2018: 58). Siendo la suya una historia incipiente, como en el resto de América Latina, revela sin embargo una presencia constante y un interés que se mantiene vigente en determinados círculos sociales, así como una acogedora diversidad en sus expresiones.
En el presente artículo, exploraremos las principales manifestaciones que el budismo ha venido asumiendo en el Perú con el correr del tiempo. Así, teniendo en cuenta que la información sobre el desarrollo del budismo en el Perú cuenta con una bibliografía todavía muy limitada, tenemos la expectativa de que, lejos de agotar el tema, iniciemos una indagación que abra más preguntas para futuras investigaciones sobre la materia.
Pues bien, si comprendemos al budismo como un árbol que, partiendo de un tronco común en la antigua India, se ramifica en distintas escuelas y comunidades, corresponderá, en primer término, analizar su arribo al Perú desde las grandes tradiciones histórico-culturales que lo componen. Revisaremos así la llegada hace más de un siglo del budismo mahāyāna desde la China y el Japón, y las más recientes incursiones de las escuelas tibetanas del budismo vajrayāna; mención aparte merecerá el budismo theravāda, cuya presencia en nuestro medio es aún poco extendida. Seguidamente, analizaremos las tradiciones que, inspiradas en la historia del budismo, ofrecen una perspectiva moderna y, en algunos casos, secular del mismo. Finalmente, ofreceremos un panorama de los estudios budistas en el Perú, en el marco más amplio de los estudios orientales en la academia peruana y en otras instituciones.
I. Los tres yānas
Como hemos indicado, la multiplicidad de escuelas budistas puede agruparse, de modo general, en dos o tres grandes tradiciones histórico-culturales, todas ellas tributarias de filosofías provenientes de la India y de su encuentro con otros horizontes en Asia: el budismo theravāda, que ha florecido y echado raíces principalmente en el sudeste asiático, particularmente en la llamada península de Indochina, así como en Sri Lanka; y el budismo mahāyāna, de gran presencia en Asia del Este. Como parte de este último, se encuentra la tradición del budismo tibetano o vajrayāna, aunque por los desarrollos y características propias de esta vertiente, es común reconocerla como una tercera gran tradición; cada una de estas, a su vez, con varias subdivisiones.
No será el propósito de este artículo escudriñar las semejanzas y diferencias entre estos tres yānas o vehículos tradicionales del budismo [i]. Sin embargo, valga la referencia a estos para precisar que el primer budismo que arriba al Perú proviene de la tradición mahāyāna.
I.1 Budismo mahāyāna
Los primeros contactos del budismo con el Perú se remontan a los procesos de inmigraciones chinas y japonesas, desde la segunda mitad del siglo XIX en adelante. Esto es, dejando de lado los casos aislados de algunos pocos inmigrantes que llegan con anterioridad, como es el caso del célebre Francisco Japón, quien arriba como esclavo al Virreinato del Perú en 1596 (Sakuda, 1999: 10). Particularmente, en el caso de los japoneses, se cuenta con información más precisa sobre la llegada e instalación de la primera comunidad budista en el Perú. De manera que habremos de empezar por ellos.
I.1.1 Japón
Los registros históricos dan cuenta de la llegada al Perú de la primera misión budista a América del Sur el 29 de julio de 1903, la cual arriba desde Kobe al puerto peruano del Callao, conformada por tres jóvenes monjes (Ota, 2004: 19), a saber: Taian Ueno (Hyogo, 1871), del budismo sōtō-shū, la variedad más difundida del budismo zen; y Kakunen Matsumoto (Yamaguchi, 1874) y Senryu Kinoshita (Tokyo, 1879), del budismo jōdo-shū, rama del denominado budismo de la tierra pura [ii]. Como precisa Hiroito Ota, dicha misión ultramarina tenía el mismo encargo que otras semejantes enviadas a Norteamérica y Hawái en la época: «edificación y moralización (…). Ellos ofrecían meditaciones, sermones y charlas budistas según sus doctrinas, y las llevaban a cabo en diversos lugares, tales como fábricas, oficinas, estaciones de tren, hospitales, oficinas de correos y bases militares» (Ota, 2004: 21). Aunque, como señala el autor, los monjes tuvieron que solventar su vida dedicándose también al oficio de superintendentes de las compañías encargadas de los servicios de inmigración.
Cuatro años atrás, el 3 de abril de 1899, arribaría al Perú desde el puerto de Yokohama, el primer grupo de 790 inmigrantes japoneses (Morimoto, 1999: 54) como resultado de un acuerdo entre los gobiernos del Perú y Japón, para cubrir la demanda de mano de obra en las haciendas costeras de aquel. La primera misión budista al Perú vendría entonces con el segundo contingente de 1270 japoneses en 1903, al cual le seguirían sendos grupos de inmigrantes, llegando a un total de 6225 ciudadanos japoneses en 1909 (Morimoto, 1999: 68-69).
El temprano acercamiento del budismo japonés al Perú no significó, sin embargo, un momento de florecimiento para dicha religión en el nuevo continente. Volcados al trabajo en condiciones reprobables y en un contexto de amplia mayoría católica que poco a poco los asimilaba, los inmigrantes japoneses mantuvieron un contacto limitado con la tradición budista, circunscrita paulatinamente a la celebración de contadas ceremonias rituales, mayormente funerales. En ese sentido, pesquisa Ota el testimonio de los monjes Matsumoto y Kinoshita, quienes en reportes de la época dan cuenta de lo extremadamente difícil de su labor, ante un público centrado en el trabajo extenuante y sus preocupaciones materiales: «Trabajan duro, durante 12 horas en la fábrica de azúcar o 10 horas en la chacra, no tienen tiempo libre» narraba Kinoshita; mientras que Matsumoto refería que «ni la compañía de inmigración, ni los inmigrantes demandan cosas espirituales tales como moralización o formación espiritual, solo tienen la idea de plata» (Ota, 2004: 22 y 23).
Ahora bien, siendo cierto que las primeras misiones budistas en el Perú no tuvieron el éxito esperado por sus respectivas sedes administrativas, como sí lo tuvo la evangelización católica de los inmigrantes, es preciso reconocer que hay elementos de la cultura tradicional del Japón que se han conservado, generando un fenómeno de sincretismo religioso. Por un lado, explica Amelia Morimoto que entre los primeros japoneses que arribaron al Perú, algunos trajeron consigo pequeños altares de madera dedicados a los kami, espíritus y poderes divinos venerados en el shintoísmo, religión japonesa que coexiste en muchos casos de modo sincrético con el budismo en el Japón [iii]. Así también, refiere la autora, se difundieron conceptos del shintoísmo en las escuelas japonesas en el Perú desde la década de 1920 a través de los cursos de ética. Y de modo semejante, algunos rituales budistas lograron mantener una presencia en las familias de origen japonés, «considerados por sus descendientes, en lo esencial, como un legado cultural de la primera generación» (Morimoto, 2007).
Con el correr de los años, y en buena medida como correlato del desarrollo y prosperidad de la comunidad japonesa en el Perú, se ha ido manifestando en ella un interés por recuperar y mantener elementos tradicionales de la cultura del Japón, incluyendo al budismo, gracias a la iniciativa de organizaciones de la sociedad civil, como la Asociación Peruano Japonesa (APJ), antes denominada Sociedad Central Japonesa, fundada en 1917. Será en 1967 que dicha institución inaugure el Centro Cultural Peruano Japonés, espacio ideal para rescatar los valores culturales, y también espirituales, de las tradiciones del Japón.
Esta continua disposición favorable a la revalorización de las propias raíces culturales, se ha encontrado con el florecimiento de una nueva etapa del budismo zen en el Perú en el siglo XXI, la cual es tributaria de la semilla que plantara Taian Ueno más de cien años atrás. A Ueno se le debe nada menos que la construcción del Taiheizan Jionji, el templo budista más antiguo de América Latina, fundado en 1907 en la provincia de Cañete, a 140 kilómetros al sur de Lima.
Sin embargo, la vida religiosa de dicho templo tuvo a lo largo del siglo veinte una serie de discontinuidades. En su primera etapa, hasta el año 1941, A Ueno lo sucedieron los misioneros japoneses Senpo Saito, Doyu Oshio, Kenryu Sato y Shodo Nakao. Este último inició un nuevo templo en el Centro de Lima llamado Nanbeizan-Chuoji, en el Jirón Paruro (antes Calle San Cristóbal), en cuyos alrededores se ubica hoy el denominado Barrio chino de Lima, colindante con el centro histórico de la capital. Mas la labor de Nakao no tuvo continuidad. Como señala Ota , «la edificación y la moralización pasaron a las manos de padres católicos. La demanda de sacerdotes del budismo era solo para realizar las ceremonias para los difuntos sin interés en sus doctrinas o enseñanzas, ni la meditación. Solo había necesidad de una persona que sepa las oraciones budistas o recitar el sutra» (Ota, 2004: 28).
Las misiones de monjes japoneses quedaron luego suspendidas en torno a la segunda guerra mundial. Jisaku Shinkai recibiría el encargo de la administración del templo en 1951 hasta 1953, año de su fallecimiento. Luego, recién en 1961, sería sucedido por Ryoko (Ryotetsu) Kiyohiro, quien asumiría su labor hasta 1992. Finalmente, llegaría su nueva responsable el 2005 proveniente de Argentina, la venerable Jisen Oshiro, quien lo conduce hasta la actualidad.
La labor de Jisen Oshiro en sus cerca de veinte años en el Perú ha permitido una consolidación de la comunidad budista soto zen. De un lado, ha sido una de las impulsoras de la integración de las comunidades de práctica Zen en nuestro continente a través de la organización de los Encuentros Zen Latinoamericanos – EZLA, que se llevan a cabo anualmente desde el 2014 en distintos países de la región. Por otra parte, además del posicionamiento de la comunidad budista zen del Perú en las redes de practicantes de América Latina, la maestra argentina ha cimentado la práctica del zen en el Perú a través de un pequeño templo en el distrito de Miraflores, el Ryu unzan Zuihoji, así como de actividades organizadas en Cañete y en el Cusco, las cuales muestran un creciente interés por la práctica de dicha tradición. Pero quizá el indicador más importante del nuevo momento que vive el zen en el Perú, sea la ordenación del primer monje peruano en esta tradición, (Néstor) Sengen Castilla, cuyos pasos ha seguido también con posterioridad (Diego) Tenkai Sánchez, ambos discípulos de Jisen Oshiro.
Castilla y Sánchez representan, de esta manera, la más reciente influencia del budismo japonés en el Perú, tradición que en el presente siglo, y desde finales del anterior, despierta el interés de peruanos y peruanas por fuera de la comunidad nikkei, conservando su fidelidad a las fuentes del Japón. «En el Perú, la práctica comenzó por la influencia japonesa, y se ha mantenido así», sostiene Castilla; mientras que Sánchez afirma que: «Creo que es mejor para Sotoshu en el Perú mantenerse fiel a los caminos del Soto Zen en el Japón, para comenzar. Una vez que la práctica se asimile en nuestro contexto, desarrollará sus propias formas» (McKenzie, 2016: 189).
Esta nueva etapa del budismo Zen en el Perú otorga una esperanza de continuidad y crecimiento para dicha tradición, superando los períodos de discontinuidad acontecidos durante el siglo XX. Sobre estos, es preciso mencionar que, en ausencia de misiones oficiales, la historia da cuenta de practicantes laicos que ocuparon su lugar. Más todavía, Ota nos recuerda que las actividades del templo Jionji de Cañete no siempre se ejercieron a exclusividad de la escuela Soto Zen: «Los directores del templo Jionji, desde su fundación, eran de varias sectas budistas del Japón» (Ota, 2004: 25). En el mismo sentido, otros autores refieren que, en ocasiones, integrantes de la escuela Jōdo Shinshū cubrieron esos períodos de vacío (Goya, 2014). De manera que, la presencia y actividad de las tradiciones japonesas del budismo de la Tierra Pura y su interacción con la tradición del budismo zen en el Perú, ameritan un mayor estudio, tarea que excede a la presente investigación.
[i] Para una introducción al budismo y sus yānas, véase: Harvey, Peter. (1998) El budismo, Madrid: Cambridge University Press; o Gethin, Rupert. (1998) The Foundations of Buddhism, Ofxord: Oxford University Press.
[ii] Sobre las escuelas del budismo japonés, véase: Tamura, Yoshiro. (2000) Japanese Buddhism. A Cultural History, Tokyo: Kosei Publishing; o Takakusu, Junjirō. (1947) The Essentials of Buddhist Philosophy, Honolulu: University of Hawaii.
[iii] Sobre la relación entre shintoísmo y budismo en el Japón, véase: Teuween, Mark and Fabio Rambelli (eds.). (2003) Buddhas and Kami in Japan, London: RoutledgeCurzon; o Kitagawa, Joseph M. (1990) Religion in Japanese History, New York: Columbia University Press.