Ideas budistas sobre la vida escolar, la competitividad y el anatman
BUDDHISTDOOR
Una de las mayores tensiones que se dan en el mundo de la educación es la promoción simultánea de la competencia y la creación de ciudadanos altruistas que anteponen los demás a sí mismos. A veces, estos objetivos se complementan entre sí, pero, muy a menudo, lanzan a los alumnos y a las culturas institucionales en direcciones opuestas. La competitividad puede manifestarse en forma de rivalidad académica, de manera que muchos alumnos comparan sus calificaciones entre sí e intentan obtener los mejores resultados en los exámenes, o entre casas (una rivalidad ficticia muy conocida, y muy destructiva, es la que se da entre las casas de Hogwarts en Harry Potter) o, incluso, entre colegios enteros en el terreno deportivo o las redes de exalumnos.
La competitividad entre estudiantes, entre casas y entre escuelas genera dramas en la vida real e inspira obras literarias y de ficción. Existe de manera global pero, tal vez, es más visible en países que premian los logros académicos y el desarrollo personal en el contexto de las escuelas privadas. Sin embargo, la prevalencia de esta cultura competitiva es problemática por muchos motivos. Es importante cuestionarse ideas asumidas desde hace mucho tiempo al respecto de la competitividad infantil y explorar cómo pueden reenfocarse de forma que resulten de más ayuda para los jóvenes.
Los defensores de la competencia rigurosa pueden argumentar que esta ayuda a forjar el carácter y prepara para «el mundo real» en un ambiente controlado. Es más, pueden añadir que la competencia está regulada por la ética patricia del juego limpio y la deportividad. Aprender a ser un ganador generoso y un perdedor elegante, demostrar la habilidad de ser capaz de recuperarse de la derrota y compartir el botín de la victoria es una parte importante de la infancia. Puede que esto sea cierto en algunos casos. Sin embargo, estos argumentos asumen que un mundo dominado por clasificaciones y jerarquías es natural y deseable. En otras palabras, que la meritocracia precisa separar ganadores de perdedores. El problema es que se asignan valores morales e, incluso, prestigio a los que están «arriba», lo que tiene implicaciones erróneas y dañinas para los que están «abajo». Aún peor, estas ideas tan restringidas sobre lo que deberían desear y hacer los alumnos pueden reforzar esta falsa jerarquía. A menudo, los alumnos son sencillamente distintos y deberían tener a su disposición un rango más amplio de vocaciones más allá de los campos académicos que se perciben como prestigiosos. Las ideas idealizadas sobre la competencia y la romantización sobre sus beneficios no proporcionan una imagen completa.
Sin supervisión, una ética de la competición llevada hasta sus últimas consecuencias parecería más bien un código del guerrero para niños, un paradigma basado en la supervivencia de los más fuertes que inflige un estrés constante y daño emocional en los jóvenes, incluso en entornos controlados. Esto también puede inculcar en ellos una idea exagerada sobre su importancia o un machismo de compensación, incluso aunque la cultura de la escuela manifieste abiertamente su promoción de la comunidad y la camaradería. Los entornos competitivos pueden pasar por alto o no promover lo suficiente oportunidades de desarrollo del ser interior del alumno, como la meditación.
¿Nos estamos preguntando seriamente la efectividad de este paradigma competitivo a la hora de cultivar la felicidad y el bienestar de los alumnos, incluso después de graduarse? ¿Cuáles son los efectos secundarios de la rivalidad desenfrenada? En ciertas culturas de crianza, se presiona a los niños para que sean los mejores en todo lo que hacen, lo que conduce a muchos estudios que alertan de estrés y mentalidades poco sanas a edades tempranas. La respuesta a los padres al respecto de a qué escuela van sus hijos puede dar lugar a asunciones sociales y juicios sutiles, lo que conlleva estrés e infelicidad tanto en el padre como en el niño y, más ampliamente, en toda la comunidad.
Es más, la competitividad puede conllevar perder de vista problemas de verdad, especialmente los superfluos o frívolos. Un ejemplo de esto es la crítica en marzo del parlamentario británico Jacob Rees-Mogg hacia un colega, que no se basaba en el desacuerdo político, sino en que el otro parlamentario era el «típico wykehamista», una referencia a la antigua rivalidad entre los institutos a los que acudieron ambos políticos: Eton y Winchester. Este tipo de preocupaciones pueden bordear el feudalismo para un observador objetivo.
Por último, y más importante, ¿cómo se relaciona la competitividad con el núcleo de la doctrina budista del no-ser (anatman en sánscrito)? Podría decirse que este es el conocimiento central del dharma. Su materialización (junto con el vacío o sunyana en el budismo mahayana) está ligado con el conocimiento (prajna en sánscrito) y el despertar (bodhi en sánscrito) y, por lo tanto, con la iluminación y la destrucción de la servidumbre existencial. También es la idea más contraintuitiva de la historia y la psicología humanas, sin embargo, era una línea roja para el Buda: muy pocas religiones mundiales defienden el no-ser tan a menudo.
Es importante tener en cuenta, que no solo se trata de una verdad pronunciada sobre la naturaleza de la realidad y la condición humana, sino también una herramienta pedagógica. Desde una perspectiva educativa, es justo decir que el budismo empuja a los alumnos, incluso a los niños, a entender que no tienen un yo ni un alma permanente o duradera más allá de los cinco agregados que componen el ser, que están condicionados y, por lo tanto, no son reales. El budismo nos invita a evitar encorsetarnos en una identidad para poder liberarnos de las ataduras del yo y de la necesidad de ser «alguien».
Suele decirse que los estudiantes deberían «llegar a ser alguien». Pero este «alguien» no es su yo.
No estamos proponiendo que los alumnos sean separados de sus lazos sociales o no tengan un sentido de pertenencia a su escuela. Tampoco que sientan que su asignatura o su actividad extraescolar favorita son una mentira. De hecho, los autores y líderes budistas han dejado claro que la doctrina del no-yo puede convertirse en un apego en sí misma. En un ensayo de 2014, Thanissaro Bhikkhu, un respetado intelectual de la tradición tailandesa del bosque, dice que: «Dado que el apego está en el núcleo del sufrimiento y dado que la idea del yo es una forma de apego [el Buda] nos recomendó usar la percepción del no-yo como estrategia para desmontar ese apego. Cuando te veas identificándote con cualquier cosa que sea estresante e inconstante, recuérdate que es no-yo: no vale la pena apegarse, no vale la pena llamar a tu yo (SN 22.59). Eso ayuda a soltarlo. Si lo haces lo suficientemente a fondo, ayuda al despertar […]
»El Buda y sus discípulos descubrieron que algunas formas de yo son útiles a lo largo del camino, como cuando desarrollas un sentido del yo que es obediente y responsable, que confía en que puedes gestionar la práctica (AN 4.159) […] De hecho, la creencia de que no hay yo puede interponerse en el camino hacia el despertar […] Si tu objetivo en la práctica es desmentir el yo, quizá porque quieres huir de las responsabilidades de tener un yo, puedes fácilmente interpretar la experiencia de la nada como la aprueba que andas buscando: una señal de que has llegado al final del camino. Sin embargo, el Buda avisó de que un sutil apego puede persistir en esa experiencia.» (Tricycle)
Desde la perspectiva budista, no basta con negar un extremo para confirmar el otro. En el mundo convencional puede parecer razonable seguir empleando la palabra «yo» en sentido psicológico, porque los individuos sanos y adaptados tienden a sentir que, cuando observan a su comunidad, se sienten ellos mismos, formados por deseos, esperanzas y mucho más, porque los refleja de vuelta. Ni siquiera se trata de que la competitividad, se defina como se defina, sea un defecto inherente, solo debe ser moderada y hay que ir más allá para convertirla en una herramienta que contribuya a la afirmación. Como sucede siempre con el pensamiento budista, se trata de una cuestión de grado; ningún extremo resulta útil. Sin embargo, en estos momentos parece claro que en muchos países hace mucho que el péndulo osciló hacia el extremo de favorecer la cultura competitiva en los colegios.
Tal vez, directores, maestros y redactores de políticas educativas deberían observar lo que se denomina «creación del yo», donde se empodera a los alumnos para explorar lo que quieren ser, y se les proporcionan recursos y apoyo para hacer realidad la mejor versión de sí mismos. Así, los educadores budistas no buscan desmantelar literalmente el yo del alumno sino, basándose en el anatman, enseñar la flexibilidad de elegir un yo en lugar de aferrarse a una identidad competitiva, ayudar a los alumnos (y a sus padres) a explorar los muchos «yos» maduros que pueden aprovecharse para crecer y abrir más posibilidades para el futuro.
Este tipo de enfoques del aprendizaje son compasivos en esencia y buscan un objetivo espiritual más elevado, que debería explorarse seriamente como políticas educativas no sectarias. Una exploración budista de la educación, como la doctrina del no-yo, busca cuestionar las asunciones básicas sobre la naturaleza del campo y, al hacerlo, promover el anatman pedagógico que puede contribuir de manera positiva en los colegios, los maestros y los alumnos. Este desafío radical interroga a todos los individuos e instituciones sobre si de verdad necesitan mantener lo que creen que es su identidad fundamental y si existe una libertad que aún no ha sido saboreada en el intento de hacer algo distinto.