El nacimiento de Aṅgulimāla

ÓSCAR CARRERA 

El Dhamma verdadero es famosamente difícil de entender. ¡Más difícil de perforar que la séptima parte de un pelo (SN 56.45*)! Unas veces, por lo intrincado de los textos; otras, por sus aparentes contradicciones. Y otras, porque se libran a metáforas de oscuro significado.                                                  

Tal es el caso de la historia del bandido Aṅgulimāla (MN 86), el más inopinado de los santos budistas. «Hombre cruel, con las manos bañadas en sangre, dado a la violencia y despiadado con los seres vivos», Aṅguli-māla quiere decir, en pali, ‘guirnalda de dedos’: la que, según la leyenda, le colgaba del cuello con falanges cortadas a sus víctimas. ¿Era ese su nombre real? ¿Acaso existió el personaje? Su historia, como veremos, es lo suficientemente caprichosa como para sospecharlo.

Aṅgulimāla es incapaz de dar alcance al Buda, pese a que este se mantiene «quieto». Fuente: matichonweekly.com

Sabemos de este asesino porque un día se cruzó con el Buda, cuando el segundo iba camino de Sāvatthi, tras haber ignorado en silencio las advertencias de los lugareños: «Hombres toman este sendero en grupos de diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, y aun así caen en las garras de Aṅgulimāla el bandido». Encantado de toparse con un inofensivo asceta (según los comentarios, deseoso de asesinarlo para culminar un macabro encargo), el malhechor siguió al Buda presto a asaltar, mas descubrió que este caminaba siempre más rápido que él… ¡que él, que se preciaba de dar alcance al cuadrúpedo más veloz!                

Cuando no pudo más, Aṅgulimāla rogó al Buda que se detuviera. Este replicó, sin aminorar la marcha: «Yo estoy quieto, Aṅgulimāla, detente también tú». El asesino se preguntó cómo un asceta podía contar semejante mentira, si era él, Aṅgulimāla, quien se había detenido. El Buda entonces proclamó:

Yo estoy siempre quieto, Aṅgulimāla,

me deshice de la maza contra todas las criaturas;

pero tú no te controlas con respecto a los seres,

por eso yo estoy quieto y tú no.

Al oír estos versos, el bandido cae a los pies del asceta. Nunca más, promete, obrará el mal. Su redentor, que minutos antes iba a ser su víctima, no sólo lo perdona, sino que, «gran sabio compasivo», lo ordena como monje acto seguido. Reanudan el camino juntos.

Por supuesto, Aṅgulimāla no escapará tan fácilmente a su anterior reputación. El rey Pasenadi de Kosala recibió noticia de la presencia del homicida en sus territorios, y partió en su busca con una formidable tropa de «tropecientos caballos». Le cuenta de su misión al Buda, que le preguntó qué haría con Aṅgulimāla si fuera un santo hombre. Ante la incredulidad de Pasenadi, le muestra que en eso se ha convertido. El rey no daba crédito a sus ojos: «¿Cómo surgirían la virtud y la contención en semejante malhechor depravado?».

Un tiempo más tarde, en su ronda de limosnas por la ciudad, Aṅgulimāla contempló a una mujer con complicaciones de parto. «¡Oh», se dijo, «qué afligidos los seres! ¡Oh, qué afligidos los seres!». Recurrió al Buda por consejo:

—En tal caso, Aṅgulimāla, ve a esa mujer y di: «Hermana, desde que nací no recuerdo haber tomado intencionadamente la vida de un ser. En virtud de esta verdad, ¡que estéis bien tú y el pequeño!».

—¿No sería eso, señor, una mentira deliberada? Tomé intencionadamente la vida de muchos seres, señor.

—En tal caso, Aṅgulimāla, ve a esa mujer y di: «Hermana, desde que nací de noble nacimiento no recuerdo haber tomado intencionadamente la vida de un ser. En virtud de esta verdad, ¡que estéis bien tú y el pequeño!».**

«Muy poco después» de este alumbramiento, Aṅgulimāla alcanzó la liberación espiritual. Ello no impedirá que unos aldeanos, cuando reconozcan al asesino de otro tiempo, lo sometan a una ducha de tierra, palos y guijarros. Al presentarse ante el Buda sangrando, con la túnica en jirones y una brecha en la cabeza, su maestro le explicó que pagaba así las consecuencias de sus crímenes, en lugar de padecer durante miles de años en los infiernos. La comprensión de esta enseñanza inspira al antiguo bandido un bello poema. (Un comentario [DhpA 13.6] sugiere que Aṅgulimāla no sobrevivió largo tiempo después de estos acontecimientos.)

Aṅgulimāla tras su último «nacimiento». La leyenda (en cingalés) lo identifica como protector de madres. Fuente: mahamevnawa.lk

Son muchos los misterios de este relato, que aborda los temas de la identidad personal y la posibilidad de que devenga otra. Llama la atención que un despiadado asesino reciba la ordenación a minutos de su arrepentimiento, y la mayor de las beatitudes no mucho después. También extraña que un castigo infernal se canjee por la puntual golpiza de unos campesinos. Pero quizá lo más misterioso es el juramento falso que propone el Buda: «desde que nací no recuerdo haber tomado intencionadamente la vida de un ser». En el mundo índico, tan respetuoso del sonido, la declaración solemne de una verdad por una persona virtuosa se considera desde antiguo benéfica y curativa. El comentario al texto (MA ii.4.6) se pregunta por qué el Buda aconseja a un monje actuar como doctor, cosa impropia, y concluye que, al ser visto dando una bendición, la imagen pública de Aṅgulimāla mejoraría (todavía le costaba recibir alimentos de los lugareños debido a su pasado criminal).

Sin embargo, ir por ahí vestido de monje y jurando en falso no parecería la mejor manera de labrarse una buena reputación. Y más cuando la mentira es cínica: el asesino de novecientas noventa y nueve personas jurando que nunca hizo daño a nadie. Al cambiarlo por «nacer de noble nacimiento», la aseveración se hace más tolerable: la parturienta debió de entender que se refería a su iniciación en el brahmanismo, o a su ordenación monástica. A raíz de este episodio, Aṅgulimāla podría haber comprendido algo que lo conducirá al nirvana «muy poco después». 

Pero la primera propuesta del Buda sigue sin tener sentido. A menos que «nacimiento» signifique algo diferente a lo que estamos acostumbrados…

Una de las enseñanzas más distintivas del budismo es la doctrina del no-yo (pali: anattā-vāda), que niega la existencia de un núcleo sólido bajo los procesos cambiantes de la mente y el cuerpo. En cierto sentido, al no existir en ninguna parte un yo estable y duradero, desde la perspectiva budista, ¿cómo puede considerarse que existe un Aṅgulimāla idéntico a sí mismo, un Aṅgulimāla fijado para siempre, que impide que un santo pueda emerger del pecador? Si el exbandido logra transformar sus hábitos mentales y sus patrones conductuales, habría que darle la vuelta a la ponderación del rey Pasenadi: ¿en virtud de qué un malhechor sería incapaz de tal virtud y contención? Sólo en virtud de un presunto yo.                                    

Y sin embargo, los seres de a pie, que no somos santos ni asesinos, sentimos que existe ese yo, ese sustrato de la personalidad. Tenaz sensación que nos afecta a todos, incluidos budistas no iluminados, por no hablar de la mayor parte de las escuelas y psicologías que la humanidad ha decantado en su larga historia. La psicología budista temprana tiene una explicación: esa falsa sensación de yo se debe a tres actividades denominadas «hacer-yo», «hacer-mío» y «tendencia latente al orgullo».

«Hacer-yo» (ahaṅkāra), como su nombre indica, proyecta un yo sobre la materia física y los procesos mentales (conciencia, percepciones, voliciones, sensaciones), produciendo las nociones erróneas «esto soy yo» y «esto es mi yo». Estos dos errores fundamentales se ramificarán en múltiples doctrinas erróneas sobre el yo, que los discursos búdicos repasan con detalle, en diversas clasificaciones que van de las seis (MN 2.1) a las 108 formulaciones (AN 4.199).

«Hacer-mío» (mamakāra) genera una identificación parcial: la relación de posesión, vínculo imaginario entre objetos externos o internos y ese imaginario yo: «esto es mío». Aunque parezca más suave, «hacer-mío» es tanto o más poderoso que «hacer-yo», y de hecho puede poner en peligro al propio yo, como la madre que, identificándose de este modo con su hijo, desea «envejezca yo, que no envejezca mi hijo» o el hijo que suspira «muera yo, que no muera mi madre» (AN 3.62, énfasis añadido).

Ambas actividades nutren y son nutridas por una tendencia latente al orgullo (mānānusaya), una de cuyas funciones es situar a ese yo imaginado por encima de otros imaginados yos. Su fruto son las llamadas tres discriminaciones: «yo soy mejor, igual o peor que otro yo» (cf. SN 22.49).

En la práctica, estos tres procesos se encuentran casi siempre entrelazados en un conglomerado inseparable (ahaṅkāramamaṅkāramānānusayā). La compleja interacción de «hacer-yo», «hacer-mío» y compararse con otros da forma al engaño raíz, «el orgullo yo-soy» (asmimāna): la sensación de ser un individuo, una personalidad distintiva, aquello de lo que es preciso desprenderse para la Liberación, «la cosa única que ha de ser abandonada» (DN 34.1), de la que derivan todas las acciones y presunciones incorrectas. Es esto lo que conduce a los seres a vagar sin rumbo tratando a objetos extraños (lo son todos) como si tuvieran un vínculo de identidad o posesión con ellos, que sólo existe en su imaginación.

Abandonada toda idea de yo, toda teoría sobre el yo, el aspirante ha de luchar aún contra esta conciencia residual «yo-soy», que, sin fundamento intelectual, se perpetúa en un plano diríamos emocional, inconsciente. Esa sensación que a todos nos invade de que, en efecto, al fondo de todo hay un yo. Una historia lo ilustra con elocuencia. Enfermo de gravedad, el monje Khemaka asegura ante sus pares que nada para él es yo ni le pertenece. Los otros celebran su liberación en vida, pero Khemaka niega la mayor: aunque no percibe ni esto ni aquello como «esto soy yo», todavía persiste en su corazón «un residual orgullo “yo-soy”, deseo “yo-soy”, proclividad “yo-soy” sin desarraigar» (SN 22.89). Ofrece, entre otros, el símil de un loto: su perfume pertenece a la flor entera, no a los pétalos, ni al tallo, ni a los pistilos, que podrían ser arrancados sin llevarse el aroma con ellos. Esta lección es tan importante que, según el propio texto, a su término sesenta y un monjes, incluido el Venerable Khemaka, ven sus mentes liberadas.                              

He aquí las reflexiones de un monje veterano, con un alto dominio de la doctrina, que sin embargo le resultó insuficiente para apagar la hoguera incesante de yos. ¿Qué decir del común de los mortales? «La humanidad está volcada en el “hacer-yo”, atada al “hacer-otro”. Algunos no lo comprendieron, no lo vieron como una flecha» (Ud. 6.6).

Aṅgulimāla se rinde ante el Buda, dejando un reguero de dedos a su paso (Dawei, Myanmar). Fotografía: Óscar Carrera

Encontramos en estos textos dos formas de ‘(re)nacimiento’:

1) la salida del vientre materno (o el huevo, o la humedad, o el aire…);

2) el proceso psicoemocional de «hacer-yo» y «hacer-mío», que genera la ilusión de un yo permanente sobre el flujo de la actividad sensorial y mental.

El renacimiento que es preciso detener, en sentido estricto, es el segundo. El único, de hecho, que está directamenteen nuestra mano detener: «No me identificaré con nada en el mundo, cesarán mis “hacer-yo”, cesarán mis “hacer-mío”» (AN 6.104). Parecería una distinción propia de autores modernos, pero varios textos tempranos relacionan ambas definiciones de nacimiento. En uno, el Buda afirma que es en referencia al cese de estas actividades que se dice que alguien «cruzó más allá del nacimiento y la vejez» (AN 3.32). Cuando alguien ya no convierte en yo o mío «su cuerpo consciente ni objeto externo alguno», «él es llamado un monje que cortó la sed, que rompió los grilletes, y que, perforando completamente el orgullo, puso fin al sufrimiento» (AN 3.33). El mundo, un ciclo de muertes y nacimientos—en cada uno. Una de las declaraciones célebres del Buda cobra aquí un nuevo sentido:

Es en este mismo cuerpo de una braza, con su percepción y su mente, donde ubico el mundo, el origen del mundo, el cese del mundo y el camino que conduce al cese del mundo (AN 4.45).

El método prescrito es tan sencillo como arduo: «ninguna cosa es apta para aferrarse a ella» (MN 37). Nada en el propio cuerpo o mente ha de ser entendido como yo o mío, o defendido con más ahínco que el que pondríamos en defender una pila de ramas secas si alguien fuera a hacer una hoguera (SN 22.33). Incluso el afecto u orgullo por «nuestro Buda, nuestra Doctrina» (ThagA 1.9) es denunciado por unos textos que en esto se muestran inflexibles: los grandes discípulos del Buda, por ejemplo, Sāriputta, son precisamente los que menos desesperarían «incluso si el Maestro padeciera cambio y alteración» (SN 21.2). El temor a la muerte, nuestra y de los otros, se desvanece al comprender que a la muerte morimos una sola vez, mientras que, en vida, millones. ¡Y el dolor cada vez que un yo o un mío se rompe!

                                                                                       * * *

Podríamos continuar nuestro periplo por esta suerte de microbudismo, estudiando en más profundidad el funcionamiento del «hacer-yo» y «hacer-mío» según los textos tempranos. Quizás lo hagamos en un futuro. Ahora hay algo que nos reclama de vuelta junto al atormentado asesino metido a monje, Aṅgulimāla. Está a punto de producirse un acontecimiento extraordinario. La escena es la de un parto. La bendición ha sido pronunciada. El sol está en su cénit. Aṅgulimāla reflexiona. A él, asesino redimido, que se había propuesto no volver a cometer la menor falta, su maestro, el asceta Gotama, le pidió que mintiera, jurando: «desde que nací no recuerdo haber tomado intencionadamente la vida de un ser». ¿Acaso quería verlo recaer en la desgracia? En una versión del texto (birmana), su primera impresión de Gotama fue la de un «decidor de verdades» (saccavādin). ¿Se habría equivocado de camino, otra vez?

La cabeza del pequeño ya asomaba… Delante de aquel alumbramiento, Aṅgulimāla percibió súbitamente que el Buda nunca le había engañado. Y fue al percibirlo cuando se dio cuenta de que ese era su último nacimiento: «El nacimiento ha sido destruido, la vida santa consumada; se hizo lo que tenía que hacerse: no hay más allá de este estado». Por fin Aṅgulimāla «se detuvo», aunque continuara caminando. No mucho después, el Buda le haría entender que la ley del karma se ha de cumplir, aunque no necesariamente en los infiernos… Pero esa es otra historia.

«Hombres tomaron este sendero en grupos de diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, y aun así cayeron en las garras de Aṅgulimāla». Su antigua «guirnalda de dedos» sería el recuerdo de todas las veces que había muerto y vuelto a morir antes de aquella tarde en la arcaica Sāvatthi.

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* Abreviaturas: AN = Aṅguttara-nikāya; DhpA = Dhammapada-aṭṭhakathā; DN = Dīgha-nikāya; MA = Majjhima-nikāya-aṭṭhakathā; MN = Majjhima-nikāya; SN = Saṃyutta-nikāya; ThagA = Theragāthā-aṭṭhakathā; Ud = Udāna. Textos enumerados al modo de SuttaCentral (aṭṭhakathā-s según Tipitaka.org); traducciones del autor.

** Esta fórmula todavía se emplea para evitar dificultades de parto en Tailandia, Myanmar o Sri Lanka (S. J. Tambiah, The Buddhist Saints of the Forest and the Cult of Amulets, Cambridge University Press, 1984, p. 25; R. Gombrich, Buddhist Precept and Practice, Routledge, 2009, p. 263). Parece que la radical transformación de Aṅgulimāla, de segador de vidas a protector de nacimientos, ha sido duradera.

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Óscar Carrera es graduado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y máster en Estudios del Sur de Asia por la Universidad de Leiden, donde escribió una tesis sobre la música y la danza en la literatura pali. Conoce en profundidad las regiones budistas del sur y el sudeste asiático y ha publicado varios títulos sobre música y sobre religiones, que se pueden consultar en: http://leidenuniv.academia.edu/OscarCarrera

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