Budismo en la literatura mexicana: orientalismo y apertura

DAVID SALDAÑA

Este artículo forma parte de nuestra edición especial «El budismo y la literatura iberoamericana»

Es común pensar la literatura iberoamericana como una fuertemente deudora de la europea, al grado de que los especialistas, y por ende la educación en todos los niveles retoman los periodos o movimientos literarios del Viejo mundo para explicar las diferentes manifestaciones letradas de los diversos países que englobamos en términos como «Iberoamérica«, «Latinoamérica» o «Hispanoamérica» (todos ellos representaciones de cuántas lenguas romances pretendemos incluir al describir los lazos que nos unen, desde el río Bravo hasta la Patagonia).

Esta supuesta dependencia o tendencia dominante en lo literario, económico, político y religioso ha afectado durante décadas la valoración de los contactos culturales entre nuestro continente y la amplia diversidad de etnias y naciones asiáticas. Durante más de un siglo, se ha considerado que, en relación con el «productivo» vínculo literario con Europa, los textos que nombran, retoman o intentan dialogar con la literatura y las expresiones culturales asiáticas son mínimos, casi «excentricidades» y, por supuesto, menos aún serían aquellos textos que incluyen referencias a otras religiones o espiritualidades, dada la innegable continuidad de la religión católica como primera creencia en las otrora colonias españolas.

En este artículo quisiera presentar al lector una visión de conjunto en torno al budismo y su presencia en algunos autores representativos de las letras mexicanas, desde finales del siglo xix hasta mediados del siglo xx. La amplitud del tema desdice las afirmaciones de tendencia occidentalista arriba expuestas y es que, si bien este fenómeno no fue estudiado con detalle hasta hace un par de décadas, eso no significa que no existiera y menos aún que fuese irrelevante por la falta de interés. Todo lo contrario: la relación entre el budismo y la literatura mexicana encarna, en buena medida, la relación con las culturas asiáticas y se remonta, al menos, a finales del siglo xix, cuando las noticias de una «religión de la nada» llegaron a oídos de los escritores modernistas. En el contexto del fin de siglo, las incursiones de los intelectuales mexicanos en Asia estaban mediadas por la visión e información provenientes de Europa —lo que se ha llamado orientalismo periférico—, de manera que las primeras referencias al budismo tenían como fuente la mediación de autores como Arthur Schopenhauer (1788-1860), quién veía en las Cuatro nobles verdades un paralelismo ante la negativa de la felicidad.

Es más, en palabras del investigador Roger-Pol Droit, tanto las ideas del filósofo alemán como los postulados básicos del budismo fueron tratados como una doctrina de franco «pesimismo» ante la vida, visión que a su vez fue reproducida por los primeros viajeros mexicanos en Asia, como Francisco Bulnes (1847-1924), quien en Sobre el hemisferio norte. Once mil leguas (1875) dedica unas páginas al budismo, pero lo sintetiza en esta frase preliminar: «toda la aspiración del hombre debe concentrarse a un deseo implacable de disolución en el infinito». 

Francisco Bulnes (1847-1924)

Una idea fascinante, aunque no del todo cierta que llevó a una interpretación superficial del budismo y se trasmitió a los escritores mexicanos, quiénes pronto se interesaron por la llamada «religión más difundida del Asia». Tal es el caso de Amado Nervo (1870-1919), quién escribió algunos poemas con alusiones directas al budismo. Uno de los más famosos es «Renuncia»:

¡Oh, Siddharta Gautama!, tú tenías razón:

las angustias nos vienen del deseo; el edén

consiste en no anhelar, en la renunciación

completa, irrevocable, de toda posesión;

quien no desea nada, dondequiera está bien.

 

El deseo es un vaso de infinita amargura,

un pulpo de tentáculos insaciables, que al par

que se cortan, renacen para nuestra tortura.

El deseo es el padre del esplín, de la hartura,

¡y hay en él más perfidias que en las olas del mar!

 

Quien bebe como el Cínico el agua con la mano,

quien de volver la espalda al dinero es capaz,

quien ama sobre todas las cosas al Arcano,

¡ése es el victorioso, el fuerte, el soberano…

y no hay paz comparable con su perenne paz!

Destaca el énfasis en el deseo que, si bien está en la base de las enseñanzas budistas, se enmarca en el spleen, el hartazgo finisecular, además de recaer en una crítica a la avaricia material, que no es el objetivo último del budismo. A pesar de esta inmersión en el cese del deseo, llama la atención por un lado la presencia del «Arcano», una referencia al dios cristiano que funge aún como punto de referencia y comparación y, por otro, el asidero filosófico occidental se encuentra en el cinismo, propio de la Antigua Grecia y de figuras como Diógenes, que vivía de manera casi ascética, muy similar a Buda. Por supuesto, para Nervo no se trataba de negar la religión dominante y «convertirse» al budismo; no obstante, más importante aún que la creencia personal, es la creciente disposición al diálogo, a la creación de una suerte de espacio ecuménico que lentamente cobraría forma en la poesía mexicana.

Tras las primeras noticias en la pluma de Bulnes y Nervo, dentro del propio orientalismo de la literatura mexicana, surgió una parcela que dominó los acercamientos a Asia y a la figura de Buda: el japonismo. En las primeras décadas del siglo xx, este fenómeno literario e intercultural se afianzó con la obra de dos autores fundamentales: José Juan Tablada (1871-1945) y Efrén Rebolledo (1877-1929). Tablada es conocido por su adaptación del haikú, prestigiosa y breve forma poética japonesa, a la lengua española. También son muy difundidas sus crónicas de viaje en Japón, travesía que se comprobó real con la investigación reciente de Martín Camps.

A pesar de la inmersión, el interés de Tablada por Japón no deriva en el conocimiento del budismo tal como se practica en ese país. Si bien hay algunas menciones en sus crónicas, estas no profundizan en los fundamentos ni en las prácticas propias, por ejemplo, de la vertiente zen. En ese sentido, los escritos de Efrén Rebolledo son más prolijos en lo que al budismo se refiere. En su libro Rimas japonesas, de 1915, Rebolledo incluye un poema titulado «Dai-butsu»:

Con tu dulce mirada que divisa

Hacia adentro, y sentado en áureo loto

Me haces pensar en un edén remoto

Que más allá del mundo se precisa.

 

Resplandece en tu rostro una indecisa

felicidad, la luz de un sol ignoto,

y por más que te miro nunca agoto

la benéfica miel de tu sonrisa.

 

Los siglos se sumergen en la obscura

noche del infinito, la doliente

humanidad gimiendo de amargura.

 

se arrastra o trepa en triste caravana,

y tú sueñas, Dai Butsu, eternamente,

gozando del reposo del Nirvana.

Este poema muestra claramente una actitud más abierta a comprender las líneas generales del budismo, pero aún en el marco de un japonismo que envuelve los estereotipos clásicos en un aura de misterio: el loto, la «dulce mirada», la «benéfica miel de tu sonrisa» y una «indecisa felicidad» dominan las primeras dos estrofas, en una mezcla de imágenes y figurillas bien conocidas, transmisoras de bondad y suerte, que dan paso después a dos estrofas oscuras, de «infinito» y «amargura» de la humanidad que, a rastras y trepando, apenas atisba en el horizonte «el reposo del Nirvana», como si Rebolledo señalara la introspección en la ardua práctica meditativa frente al dolor y el sufrimiento.

Cinco años después de la aparición de este poemario, otro gran escritor mexicano se abocará a presentar el budismo como parte de sus indagaciones sobre la India, me refiero a José Vasconcelos, quien con sus Estudios indostánicos (1920), sitúa al budismo ante el devenir cultural de la India, no sin efectuar un mecanismo de comparación muy similar a los ya ensayados por Nervo, con una fuerte carga de su herencia cristiana, al grado de asegurar que Maitreya, el Buda futuro, ya había aparecido y no era otro que Jesús de Nazareth.

Entre 1930 y 1950, el budismo dejó de ser un tema recurrente, incluso el orientalismo en la literatura mexicana se difuminó, quizás a causa de la Segunda Guerra Mundial y el reacomodo de los poderes a nivel global, pues esto supuso un momento de shock para el continente asiático y, para México, uno de crecimiento económico y desarrollo del nacionalismo, con lo cual las y los escritores mexicanos vuelcan su mirada a los procesos históricos nacionales o buscan explicaciones en las viejas dependencias europeas. No obstante, de ese cosmopolitismo limitado al Viejo mundo, surge una figura que entiende la amplitud del diálogo cultural de otra forma y hacia otras latitudes, primero en su calidad de embajador, y luego en la de poeta que adopta de buen grado el conocimiento histórico, literario y religioso de Asia: Octavio Paz (1914-1998).

La obra de Paz constituye el punto de partida de un orientalismo renovado en la literatura mexicana; capaz de incursionar en la India, China, Japón e incluso Corea, país del que se escribe y adopta poco en nuestras letras, el poeta profundiza en las enseñanzas de Buda, al tiempo que integra a su pensamiento y expresión artística nociones fundamentales como el sunyata, al que dedica un poema:

Al confín

yesca

del espacio calcinado

la ascensión amarilla

del árbol

Torbellino ágata

presencia que se consume

en una gloria sin substancia

 

Hora a hora se deshoja

el día

ya no es

sino un tallo de vibraciones

que se disipan

Y entre tantas

beatitudes indiferentes

brota

intacto idéntico

el día

El mismo que fluye

entre mis manos

el mismo

brasa sobre mis párpados

El día   El árbol

Aunque parece más oscuro que los poemas modernistas, Paz reflexiona en atisbos sobre la mutabilidad de la realidad en la figura de un árbol, quizás el árbol Bodhi, bajo el cuál el fenómeno  que es la vida se desintegra y reintegra de forma cíclica; tiempo y espacio se calcinan y deshojan, ascienden, como el propio Buda, no en una escala de jerarquías humanas sino fuera de la Rueda de las reencarnación, «en una gloria sin substancia», que alude, por supuesto, a la docrtina de la vía media de Nagarjuna.

Y como el propio Nagarjuna, Paz reavivó el interés por las culturas asiáticas en la literatura mexicana, pero con un toque distinto, atribuible al agitado contexto de los 60 del siglo pasado: en una crisis de materialismo y espiritualidad tras la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría, el budismo se difundió en México por vías distintas a las del orientalismo europeo decimonónico y sus ecos periféricos hispanoamericanos, dejando una huella de múltiples formas e intensidades que abordaremos en un artículo próximo.

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Licenciado, maestro y doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor de Teoría literaria en el Colegio de Letras hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel I). En 2015 realizó un intercambio académico en la Friedrich Schiller Universität Jena, y de 2019 a 2021, llevó a cabo una estancia posdoctoral con el proyecto Visiones de Japón y lo trascendente en la narrativa mexicana contemporánea, adscrito al Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, de la UNAM. Sus principales líneas de investigación son el orientalismo en la literatura hispanoamericana, así como la ironía y la metaficción en la narrativa latinoamericana. Ha participado en reuniones académicas nacionales e internacionales. Es autor del libro La permanencia del vacío: ficciones y símbolos japonistas en la narrativa mexicana contemporánea (1980-2015) (2023). Otras publicaciones relevantes son: “La mirada hacia el sol naciente: vínculos entre las estéticas de Juan García Ponce y Jun’ichirō Tanizaki”, Estudios de Asia y África, 57 (1), 2022”; “La paz del vacío y la bola de la Revolución: aproximaciones a El samurái de la Graflex”, Acta Poética, 43 (1), 2022; “El lejano referente: ficciones de Japón en Shiki Nagaoka: una nariz de ficción”, La colmena, No 110, abril-junio de 2021.