El Buda en el País de Jauja
ÓSCAR CARRERA
Para los habitantes de la India antigua, y algunos de la moderna, el centro del mundo conocido es un gigantesco árbol de jambul. Sus oscuros frutos, según el Viṣṇu Purāṇa de los hindúes, alcanzan el tamaño de elefantes y abren ríos de zumo al caer al suelo. De este árbol colosal, relampagueante, telúrico, procede el nombre de la «gran isla» en la que vivimos: Jambudvīpa (otros dicen que el árbol es de pomarrosa, lo que parece ser un malentendido moderno). No es este jambul el único «árbol del mundo» en los anales de la cosmología humana. Su equivalente nórdico podría ser el árbol del Yggdrasil, que rezuma miel de sus ramas y comunica los Nueve Mundos; árboles cósmicos aparecen también en las antiguas culturas mesoamericanas.
Árboles que dan orden al mundo conocido, sirviendo como su centro… Pueblos que encuentran en lo arbóreo el esquema más útil para trazar su posición en el cosmos. En los diferentes paraísos con que ha soñado el ser humano figuran árboles que conducen a lo más alto y a lo más hondo: la morada de los dioses, el ascenso a los cielos, la inmortalidad del cuerpo, el misterio del bien y el mal… Por no hablar de las historias sobre árboles que, según la cultura que elijamos, son guarida de espíritus, hadas, dríades o yakṣas dispuestos a conceder un favor a quien sea capaz de entrar en contacto con ellos. Todavía hoy, cuando queremos representar nuestros orígenes, genealógicos o evolutivos, retorna la figura del árbol, con su sólido tronco, sus innumerables ramificaciones y el profundo secreto de sus raíces.
Para el Génesis bíblico, en el centro del paraíso existían dos árboles vedados, que otorgaban la Vida y el Conocimiento. La propia palabra ‘paraíso’ se remonta a un vocablo iranio para jardín, y se rumorea que fue un juego de palabras lo que condujo a los cristianos europeos a definir el Árbol del Conocimiento como un manzano. Sin embargo, jardines e islas con manzanas son comunes en el acervo europeo y una posible fuente de inspiración, consciente o subconsciente; el más célebre puede ser el Jardín de las Hespérides del mito hercúleo, pero la oronda fruta se oculta también en la raíz de Ávalon y en la gaélica Emain Ablach. En los mitos nórdicos, la perpetua juventud de los dioses se debe a manzanas; los chinos, en cambio, siempre tuvieron claro que el árbol que concedía la inmortalidad era un melocotonero (que madura una vez cada tres mil años).
Pero estos son árboles de altos vuelos metafísicos. Si se le pregunta al vulgo, muchos se conforman con tener garantizadas sus necesidades básicas: con la tripa vacía no se puede filosofar. Si se le da carta blanca, la ley del pueblo es pan para hoy y muerte para mañana. Su sueño, según el proverbio inglés, «la tierra donde el sol ilumina ambos lados del seto».
Las religiones índicas hablan de kalpavṛkṣas (pali: kapparukkha), árboles mágicos que conceden deseos a quienes así lo merecen. De acuerdo con jainas e hindúes, estas plantas excepcionales brotan al principio de cada ciclo cósmico, en sintonía con las edades (yuga) felices. Los humanos solo tenían que desear, a lo sumo agitarlos o golpearlos con palos, para que cayera al suelo lo que desearan, aunque, como sus méritos eran cuantiosos, puede que se contentaran con poco. Aún existen ejemplares de kalpavṛkṣa en tierras muy lejanas, casi tanto como los cielos donde satisfacen el capricho divino. En nuestra tierra actual solo encontramos remedos, como esos árboles naturales o artificiales que, a lo largo del Asia budista, cobijan anhelos para el futuro, monedas de la suerte o incluso billetes destinados a causas meritorias.
En la Europa medieval encontramos un cierto paralelismo en las representaciones del País de Jauja o Cucaña, aquel lugar de ensueño donde dulces, hogazas e incluso pollos asados cuelgan de los árboles esperando a ser recolectados. Es la utopía del pueblo hambriento: los peces saltan del agua a las manos, los pájaros fritos vuelan hacia la boca, las bestias de carga defecan tortas. Cerdos y gansos a la parrilla caminan por ahí con cuchillos clavados en la espalda, para que uno se sirva. Los ríos transportan vino, las vallas son de salchichas y los edificios están hechos de bizcocho, con tartas a modo de tejas. El habitante de Jauja parece regresar a esa primera infancia donde todo termina en la boca, todo susceptible de ser devorado [1]… Allí está terminantemente prohibido trabajar, y quienes lo intentan van a la cárcel. Para cualquier necesidad, acúdase a los omnipresentes árboles: agitar y servir.
Los primeros budistas no eran ajenos a estas formas de la fascinación. Sin embargo, sus escenarios se distinguen nítidamente de la Jauja o Cucaña europea en que evitan introducir la matanza de criaturas sintientes en ese mundo ideal, que debiera serlo para el mayor número de seres. Tal es el caso en utopías «geográficas» como el lejano continente de Uttarakuru, cuyos habitantes consumen un arroz mágico que se cultiva y cocina solo, adoptando los mejores sabores, pero también en utopías «temporales», como el relato de los orígenes de la humanidad del Aggañña Sutta. Según el tratado Lokapaññatti, traducido del sánscrito en la Birmania medieval, conforme nos vamos acercando al fabuloso continente de Uttarakuru se va abandonando el sacrificio y, finalmente, el consumo de animales [2]. En él se puede contemplar un kalpavṛkṣa, ocupando la posición central que en nuestra Jambudvīpa corresponde al jambul. El budismo tiene una concepción más sobria de estos árboles de los deseos, que son principalmente celestiales y ofrendan relucientes joyas y vestimentas, en lugar de placeres ventrales. Pues resulta que nuestra grosera comida terrenal provoca repulsión en unos dioses nutridos de ambrosía…
Sin embargo, la tentación jaujiana siempre está latente: el Anāgatavaṃsa, poema profético aparentemente tardío, presenta un mundo feliz donde abundarán la carne y el alcohol (¡!) a la llegada del futuro buda Maitreya [3]. Versos espurios añadidos al Mahāvaṃsa (crónica cingalesa del siglo V o VI) hablan de animales moribundos que se dirigieron por voluntad propia a las cocinas con motivo de la coronación del gran emperador Ashoka… [4] No tan lejos de esos animales europeos que saltan vivos a la olla, o, ya cocinados, a la boca.
Quizá la utopía más «popular» que encontró un hueco en páginas canónicas sea la ciudad de Kusāvatī, pasado fabuloso de Kusinārā, donde falleció el Buda. Esta leyenda, a diferencia de otras semejantes, figura repetidas veces en los textos tempranos (solo en el Canon Pali, en DN 16-17, SN 22.96, Jat 95, Cp 4…). El locus classicus es el discurso pali que relata los últimos días de Gotama, pero también ocupa el discurso siguiente, que detalla los materiales preciosos de puertas, murallas e incluso árboles de la ciudad, en descripciones que recuerdan a recreaciones medievales de Cucaña… No está claro cuál de los dos textos es anterior, si la versión sucinta incrustada en la narrativa de la muerte de Gotama o la elaborada y exenta, que recuerda a las preservadas en otras tradiciones y prefigura visualizaciones meditativas de escuelas futuras. Nos centraremos en la variante breve (DN 16), que dice así:
En tiempos pasados, Ānanda, hubo aquí un rey llamado Mahā Sudassana, un emperador justo que reinaba según el Dhamma, conquistador de los cuatro puntos cardinales, que había conseguido pacificar todo el territorio y poseía las siete joyas. Esta ciudad de Kusinārā, Ānanda, se llamaba entonces Kusāvatī, y era la capital del reino de Mahā Sudassana. De este a oeste medía doce yojanas de extensión, y siete yojanas de norte a sur. La capital Kusāvatī, Ānanda, era rica y opulenta, populosa, rebosante de gentes, bien provista. Así como la capital de los dioses, llamada Āḷakamandā, es rica y opulenta, populosa, rebosante de gentes y bien provista, del mismo modo la capital Kusāvatī era rica y opulenta, populosa, rebosante de gentes y bien provista.
En la capital Kusāvatī, Ānanda, no faltaban, ni de día ni de noche, estos diez sonidos: el sonido de los elefantes, el sonido de los caballos, el sonido de los carros, el sonido de los tambores, el sonido de las trompetas, el sonido de los laúdes, el sonido de las canciones, el sonido de las campanas, el sonido de los timbales, y finalmente el sonido de la gente gritando: «¡Pasad a tomar un baño, pasad a beber y a comer!» (traducción de Aleix Ruiz Falqués).
La variante más elaborada (DN 17) añade, entre otras cosas, un guiño a los peores elementos de Jauja:
Y cuando el viento agitaba esas filas de palmeras [de oro, plata, cristal y joyas], se producía, Ānanda, un sonido hermoso, encantador, agradable, embriagador, como una quíntuple orquesta bien entrenada, coordinada y habilidosa. Y en esas ocasiones los bribones, libertinos y beodos de la capital Kusāvatī se deleitaban con el sonido del viento entre las palmeras.
Al menos no cometerían fechorías mientras los árboles los mantuvieran entretenidos…
Ha llovido mucho desde los días de gloria de Kusāvatī, que ya en tiempos del Buda había quedado reducida a «una aldea desierta». Desgraciadamente, el Edén, la edad dorada (satya-yuga) donde brotan los árboles mágicos, nos queda hoy tan lejos que cometemos el error de interpretar su recuerdo como supercherías para espíritus simples, reliquia de un pasado de ingenuidad, miseria y analfabetismo. Sin embargo, todavía colocamos los regalos de Navidad bajo uno y, en días señalados, golpeamos con ímpetu esos artefactos colgantes empapelados que solemos denominar piñatas, o bien trepamos en pos del regalo por un mástil engrasado, cuyo nombre nos sugiere de dónde proviene la desproporcionada furia que nos posee en aquellos momentos: la cucaña.
Notas
[1] D. Richter, Il paese di Cuccagna. Storia di un’utopia popolare. Florencia: La Nuova Italia, 1998 [1984], p. 33.
[2] L. Schmithausen, Fleischverzehr und Vegetarismus im indischen Buddhismus bis ca. zur Mitte des ersten Jahrtausends n. Chr.: Teil 1. Hamburg Buddhist Studies/Projekt Verlag, 2020, p. 191.
[3] S. Collins, Nirvana and Other Buddhist Felicities: Utopias of the Pali Imaginaire. Cambridge: Cambridge University Press, 1998, p. 364.
[4] Ibid., p. 327, n. 51