Pequeño Buda

EFRAÍN VILLAMOR HERRERO 

Este artículo forma parte de nuestra edición especial «El budismo y el cine»

Pequeño Buda (1993), de Bernardo Bertolucci, cuenta la historia de un niño estadounidense, al que un grupo de monjes budistas tibetanos dice reconocer como la posible reencarnación de un venerado maestro budista. El film intercala diferentes sucesos de este y otros jóvenes candidatos, con los sucesos que el monje que se convierte en su mentor instruye sobre la vida del príncipe Siddhartha y cómo éste logra convertirse en el buda (aquí lo mencionaremos como Buda Gautama). En esta reseña abordaré los aspectos que a mí personalmente me parecen más reseñables de esta película, desde el punto de vista filosófico, además de por qué considero que es una filmografía muy recomendable para todos aquellos que tengan interés en el budismo.

Fotograma de Pequeño Buda (1993) de Bernardo Bertolucci

Aspectos filmográficos destacables

Para la música del Pequeño Buda, Bernardo Bertolucci, escogió como compositor al magnífico pianista Ryuichi Sakamoto (1952-2023). Curiosamente, su protagonista, Keanu Reeves, es conocido como una de las figuras del estrellato de Hollywood que ha reconocido públicamente su afinidad con la práctica budista. Además de estos detalles, para mí, el aspecto más valioso de esta película reside en la magnífica adaptación de la idiosincrasia cultural de la India antigua. Las vestimentas, ambientación e incluso la caracterización de los personajes me parece fabulosa. Especial mención se ha de hacer a la caracterización de los ascetas (samaṇa) errantes del bosque (vana), los cinco ascetas (pañcavaggiyā) que se dice acompañaron al príncipe durante sus seis años de ascesis. En el canon pali se suele recordar a estos como los cinco primeros monjes budistas (bhikkhū).

Las tradiciones ascéticas surgieron en la región noreste como parte de la prolífica cultura de Magadha. Los pensadores que emergieron, o, mejor dicho, se refugiaron en lo profundo de los bosques, para buscar por sí mismos su propia libertad, no eran entonces tan populares como pudiera pensarse. Los textos más antiguos del budismo y jainismo, evocan no solo la austeridad extrema y tipos de mortificaciones que estos llevaban a cabo entonces, muy alejados de la sociedad, sino que también atestiguan el hecho de que, en aquellos tiempos, este tipo de ermitaños, eran socialmente tildados e incluso vejados como «pelagatos». 

Esto queda muy bien reflejado en la caracterización de estos cinco en la película. Las largas uñas, la lengua colgante de uno de ellos, sin hablar del pintoresco aspecto de sus cuerpos bañados en ceniza como muestra de renuncia a cualquier tipo de posesión material, debió ser entonces igualmente impactante y extravagante. Su búsqueda espiritual se basa en que la existencia implica una vulnerabilidad incontrolable, pero lo que es más importante, que no estamos aquí para sufrir infinitamente. Las prácticas en las que derivaba su convicción sobre la posibilidad de que mediante la propia voluntad uno mismo puede revertir el proceso empírico, no dejarían a cualquiera indiferente. Quizás este es el motivo de que muchas de ellas se omitan con detalle en este filme, dada su extremidad como prácticas de mortificación. 

Este tipo de ascetas (tāpasa) (entre los que englobamos a las tradiciones jainista y budista, entre otras) realizaban con total resolución diferentes ejercicios de ascesis con el fin de alcanzar la liberación del renacimiento. Creo que con excepción del parecido que pudieran tener sus prácticas de meditación o ejercicios yóguicos con los que nosotros conocemos ahora, el presentar con detalle sus prácticas podrían habernos chocado en exceso. No en vano, estos practicaban asiduamente el ayuno extremo, vestían hierbajos o harapos de cadáveres, dormían junto a cuerpos inertes en un cementerio e incluso se alimentaban de aquello que su cuerpo desechaba. Las rastas, los piercings y muchas otras cosas más que en la actualidad parece ser parte de la iconografía de aquellos que pretender rebelarse contra lo establecido, eran algunas de las prácticas más sencillas de quienes se jugaban entonces la vida en encontrar respuestas convincentes que resolvieran el conflicto de la existencia. 

Lo que realmente nos atañe aquí es comprender que estos no contaban aún con la reputación de ascetas nobles, sino que aún eran vistos socialmente como extravagantes personajes. Posteriormente, tanto los monjes budistas como el Buda Gautama pasarán a ser considerados como un «campo de cultivo fructífero» (puññakkhetta) al que hacer ofrendas, metáfora que emplea el sistema agricultor para señalar que tales acciones repercuten en un gran mérito religioso. Siguiendo nuestras premisas anteriores no nos queda más que aceptar que tal interpretación tuvo mucho que ver con la campaña de «marketing» budista derivada del discurso catequético y la narrativa presentada como la biografía del Buda Gautama.

Milagros y prodigios que adornan su biografía 

Diferentes sucesos milagrosos han sido transmitidos desde muy temprano, como la biografía del Buda Gautama. Algunos de los aspectos principales que son narrados en esta película: su renuncia al trono, su enfrentamiento con Māra y su liberación final, son algunos de los puntos principales que fielmente han perdurado como su biografía, en la literatura de muy diversas culturas de Asia oriental, tales como la India, China, Tíbet, Japón (por tan sólo mencionar algunos casos concretos). Que su nacimiento fuera vaticinado por un ser espiritual a su madre, quien concebiría a su hijo de forma inmaculada, entre otras muchas descripciones comunes que, al nacimiento de Jesús de Nazaret, han sido contrastadas por diferentes investigadores, como leyendas muy antiguas que hablan del contacto entre culturas en el centro de Asia. 

En el caso del budismo, no debemos descartar estos aspectos como antiguados o meras leyendas, ya que, en realidad, desde el punto de vista analítico nos explican mucho más de lo que parece. Por ejemplo, ciertos momentos, plasmados en esta película, como la narrativa que cuenta que un árbol se incline cuando el príncipe renuncia, o que una gran serpiente lo proteja de la lluvia mientras medita, son descripciones de gran valor histórico. Este tipo de narrativa nos proporciona más indicios de lo que pudiera parecer. En los casos concretos que hemos mencionado, estos detalles nos dejan entrever la aceptación de las enseñanzas budistas por parte de practicantes de otras tradiciones, como es el caso del culto a las cobras relacionado con el śivaísmo, o el ancestral culto de los pueblos dravídicos a los espíritus de los árboles (yakkha); y, además, el hecho de que sus seguidores hayan ratificado en el tiempo (recordemos que el canon budista ha sido transmitido y modificado desde la transmisión oral hasta su composición final, actual, de aproximadamente el s. V d. C.) estos fascinantes sucesos y los hayan conservado como parte de la historia que para ellos más importara: la biografía de su maestro.

Personalmente, creo que la filmografía acierta también en no exponer qué es aquello que contempla el Buda Gautama cuando alcanza el nibbāna, mientras que, por otro lado, se centra en su lucha interna, descrita tal y como se presenta en su narrativa biográfica, como una colosal batalla contra sí mismo. Es aquí donde creo, reside la principal cuestión en torno a la que se desarrolla el cuerpo argumental de la película, la cual tiene una clara influencia de la tradición del budismo esotérico (también conocido como tántrico). El planteamiento teórico de este largometraje parece residir en el debate sobre qué implica el agente kármico. A mí parecer, el quid del análisis ontológico que pretende exponerse en esta película.

Fotograma de Pequeño Buda (1993) de Bernardo Bertolucci
Fotograma de Pequeño Buda (1993) de Bernardo Bertolucci

La batalla final y el descubrimiento de la Verdad

Sea cual fuera la rama budista, toda aquella que se precie como tal, parte de la premisa de que la existencia entraña un sufrimiento que no puede ser controlado. Dicho de otro modo, el budismo parte de la base NO de que «todo es sufrimiento», una interpretación muy alejada de la máxima budista que dice que «todos los fenómenos (también procesos, mentales o físicos) implican insatisfacción emocional (sabbe saṅkhārā dukkhā)». Más bien lo que el Buda Gautama afirmó es que «no estamos aquí realmente para sufrir». Si el budismo simplemente abogase por descubrir que no existe un «yo» que tal cosa no es más que una mera ilusión, entonces, ¿qué necesidad hay de trascender a esta vida? ¿Quién es el que renace? Pongámonos en contexto.

Las tradiciones brahmánicas, especialmente impulsadas por el pensamiento de las Upaniṣads antiguas, aceptaban ampliamente que la esencia individual, el alma (ātman), no es más que una parte fundamentalmente indivisible de la consciencia universal o energía originaria del cosmos (brahman). Mediante el conocimiento de esto, la Gnosis, se lograba la liberación final, la cual se consumaba al terminar esa vida, regresando a tal origen cósmico. Por el contrario, el budismo (al menos en sus vertientes más antiguas de la India) suele describirse como represente de las tradiciones (nāstika), escuelas filosóficas indias reticentes en aceptar la autoridad de los Veda y, además, por negar la existencia del alma. El budismo de las escuelas más conservadoras, especialmente influenciadas por la escolástica del Abhidhamma, niega de forma explícita la existencia de algo que trascienda por sí mismo, como pudiera ser el caso del alma, también referido como agente kármico. La carencia de una esencia intransferible de tal tipo, se materializa en la enseñanza de anattā, presentada en el budismo más conservador como una de sus mayores tesis. 

Las escuelas budistas difieren en su interpretación sobre el agente kármico. El budismo tibetano, acepta la postura más aceptada entre los pensadores posteriores del Mahāyāna, entre los que se desarrollará la enseñanza de la budeidad, basada en los razonamientos más elaborados de la escuela Yogācāra sobre la parte más profunda de la mente, aquello que transmigra y acumula nuestro karma pasado (ālayavijñāna). Esto, el agente kármico, será considerado como la posibilidad intrínseca de todo ser humano en convertirse en un buda (Tathāgatagarbha). La literatura budista es tan voluminosa como extensa respecto a este debate, el cual ha puesto en entredicho durante siglos la postura escolástica conservadora que niega la existencia del agente kármico. Aceptar la postura conservadora dificulta en gran medida explicar cómo encajar la idea del renacimiento y que nuestros actos repercuten en nosotros mismos, en el futuro. Aquí se encuentra el pilar argumental de la película que analizamos. La escenificación de la batalla interna del asceta Gautama hasta su liberación final expone su diálogo interno con el «arquitecto», con el que se escenifica un aspecto importante sobre lo que estamos discutiendo aquí. 

Es cierto que el Buda Gautama negó el ātman que postulaban los brahmanes, es decir, una esencia intransferible, eso sí, sin resolver por completo ese tipo de cuestiones concernientes a la metafísica, para las cuales guardó silencio (avyākata). Sus reflexiones no se limitaban a la introspección holística de los brahmanes. Recordemos que, durante su vida, expuso muchas de sus enseñanzas de diferentes maneras, dependiendo de las necesidades de cada persona. Sus razonamientos más bien estaban orientados en: «Si todos somos parte de tal consciencia divina, ¿por qué todos sentimos individualmente y sufrimos diferentes cosas?» además de, «Si existe algo impermutable en nosotros, ¿cómo entonces podríamos liberarnos por completo de las ataduras del karma? Sus enseñanzas claramente se centran en el pragmatismo, en nuestra capacidad para aprender, evolucionar y cambiarnos a nosotros mismos.

La gran batalla que escenifica su conquista (uno de sus epítetos, tomado desde el jainismo, es jina: Vencedor) ante las tentaciones de Māra, es narrada con la culminación de su victoria final. Una vez más alguno se preguntará: ¿La victoria de quién? ¿Quién es consciente de tal victoria? Si el budismo aboga que el «yo» es el mero resultado de nuestras construcciones mentales (saṅkhārā), ¿quién era entonces consciente cuando el Buda Gautama pone a la (madre) tierra como testigo fidedigna de su victoria? Razonar que esto es parte del discurso mítico posterior, implicaría desestructurar toda la argumentación lógica (creedme que no es poca) de las vertientes que componen la muy heterogénea religión budista. Es ampliamente conocido y narrado, que el Buda Gautama descubrió algo que lo liberó por completo, un momento revelador del que él mismo fue consciente, y en el que, el resto de su vida fundamentó sus enseñanzas. 

Pongamos nuestra idea en orden. El asceta Gautama se despierta como el Buda, dado que descubre conscientemente, al parecer algo que le hace comprender el modo en que su mente le había estado engañando hasta el momento. Por ello, tilda a Māra como irreal, lo cual implica que, en el medio del meollo de esta cuestión, haya un «yo» que sea consciente de tal cosa. El hecho de que en el budismo se mencione tal revelación como «fundirse con la verdad» (adhigacchati), ejemplifica la ecuación de este supuesto estado superior de la consciencia que trasciende. Dicho de una manera aún más sencilla.

Decir que la nada se descubrió a sí misma, implicaría negar la posibilidad de que tal cosa pudiera ser realizada de forma consciente. Aquí llegamos al punto límite de lo que en el budismo puede ser explicado con palabras. (Este punto, fuera de los entornos académicos que se valen por su rigor, suele no ser recordado suficientemente). Con esto termina la narración sobre la vida del Buda Gautama en la película. Según se recuerda este momento trascendental de su vida a los treinta y cinco años de edad es lo que hace que logre desligarse a sí mismo de volver a sufrir emocionalmente. De este modo, el Buda Gautama afirma no identificarse con su reflejo. Su adversario pasa desde ese preciso instante a ser visto con objetividad, como una pura ilusión, y éste deja de identificarse con todo aquello que condiciona al sufrimiento.

Poster de Pequeño Buda (1993) de Bernardo Bertolucci

Reflexiones finales

Respecto al argumento central de la película, el agente kármico, debemos recordar que el hecho de que el Buda Gautama guardara silencio sobre este tipo de aspectos relacionados con la metafísica, no quiere decir que, por ello, deban ser negados rotundamente. Tanto la negación como la afirmación de estos son consideradas como inapropiadas o desequilibrantes de la balanza de la ecuanimidad que, mediante el Camino Medio, se explica llevan a la liberación última. 

El Buda Gautama nunca negó nuestra capacidad para discernir lo que es correcto. Su método promulgaba precisamente que uno mismo es quien debe asumir la responsabilidad de sus propias acciones. Lo externo, le era indiferente. Creo que esto queda muy bien reflejado en las transiciones y en la adaptación de la hagiografía budista de esta película, aunque me da la sensación de que la influencia del pensamiento brahmánico en el budismo esotérico parece vincular el desenlace con el que se resuelve esta incógnita en la película. De todos modos, por todo esto que aquí brevemente he mencionado, considero que esta película merece ser consultada desde la hemeroteca. Eso sí, teniendo muy claro que lo realmente importante no es sí el agente kármico existe o no, sino que el verdadero mensaje implícito y ejemplo del Buda Gatuama fue recordarnos a cada uno que, para lograr la liberación, se ha de observar conscientemente cómo los propios procesos mentales (y físicos) están en continuo cambio. Por eso mismo precisamente tenemos la oportunidad de desligarnos de ello, ya que, si no reaccionamos, si no nos identificamos (khanti) y observamos la realidad tal y como es (yathābhūtam), las perturbaciones mentales (āsava) se consumen por sí mismas y así, el «fuego deja de ser avivado, por lo que termina por extinguirse (nirodha). Finalmente, encontramos aquí el motivo por el que el Buda Gautama no quiso argumentar nada al respecto de aquello que esta película evoca, evitando así azuzar el «fuego» de la mente con más combustible, ya que lo que él realmente quiso que entendiéramos es que debemos dirigirnos en la dirección correcta, hacia lo más profundo de nuestro interior, el lugar dónde la respuesta ha de ser hallada.

Efraín Villamor Herrero (Bilbao, 1986). Licenciado en filología japonesa y japonología (2012-2016), investigador en Japón (2016-2018) en la Universidad Prefectural de Yamaguchi (Japón). Doctorando, Universidad de Salamanca (2020-2023). Sus principales campos de estudio son el budismo indio y su influencia en el pensamiento japonés. En su tesis doctoral ha analizado diferentes relatos jātaka de gran repercusión histórica. Es miembro del Grupo de Investigación Reconocido, EURASIA HUMANISMO (España) y the Society for the Study of Pali and Buddhist Culture (Japón).