El discurso de los siete soles: una visión búdica de la ecología
ÓSCAR CARRERA
Este artículo es parte de nuestra edición especial: «Budismo, ecología y cambio climático»
El mundo empezará a calentarse… Solo unos pocos identificarán los signos premonitorios, unas lluvias torrenciales que parecen señalar a una futura era de exuberancia. Solo unos pocos advertirán de que esta aparente abundancia no será tal, sino el principio del fin de un planeta. A partir de entonces, dejará de «llover». El desierto y la aridez se propagarán por la tierra. La temperatura irá creciendo, un grado, dos, tres…
La sequía durará milenios. Las plantas, desde el hierbajo hasta el cocotero, terminarán por secarse, y se producirá una extinción masiva de animales. El relato nos habla de la aparición de seis nuevos soles, que sumarán su potencial calorífico a los anteriores. El segundo sol iluminará el mundo de noche, sucediéndose el turno con el primero. Ya no habrá ni un minuto de oscuridad en la tierra; se secarán casi todos los ríos y lagos. Los nuevos soles evaporarán toda la humedad: en la época del quinto sol, el gran océano quedará reducido a unos charcos en los que no cabrá ni un pulgar. A la llegada del sexto, la tierra estará, literalmente, echando humo. Con el séptimo, estalla en llamas.
Los comentaristas nos explican que este calentamiento global, recogido en el Discurso de los siete soles, se produce cuando lo que predomina en los seres del mundo es la avidez: el deseo de placeres, el hedonismo. Si lo predominante fuera la aversión, el planeta sería inundado por la lluvia; si fuera la ofuscación, se lo llevaría el viento. Para el budismo, las condiciones de vida en nuestro planeta no se pueden desligar de la moralidad y sabiduría de sus habitantes. Los primeros textos budistas conciben una estrecha relación entre lo que llamaríamos ecología y ética. Mucho antes del apocalipsis ígneo, se sucederán las edades venturosas e infelices, que responderán al comportamiento de los humanos que nazcan en ellas. Cuando los seres humanos se comportan bien, sus vidas mejoran y se alargan hasta llegar a decenas de miles de años; cuando caen en la depravación, empeoran y se acortan. En algunas versiones (analizadas recientemente por Bhikkhu Anālayo), esta cíclica decadencia de la civilización humana va acompañada de una desaparición de los dulces, el arroz, la seda, la lana o las piedras preciosas. El mundo se cubre de arbustos, espinas y víboras… No tan diferente de esas predicciones contemporáneas que alertan de que, sin una reducción drástica de las emisiones, muchas de las zonas productoras de comida (como el sur de Europa o el Medio Oriente) experimentarán desertización y sequías severas a finales de siglo.
Los primeros budistas atribuían numerosos fenómenos «naturales» —sequías incluidas— a la moralidad o inmoralidad de los humanos. No verían ninguna contradicción en que la generación más ávida de la historia conocida sea la que se enfrente a una crisis climática sin precedentes. Que la generación que más tierras y recursos ha arrasado para satisfacer un consumismo infatigable sea la que esté al borde de un precipicio ecológico. Todo tiene una razón científica, pero también —dirá el budismo— una razón kármica. Un mundo en el que primen la compasión y la sencillez tendrá habitantes felices. Un mundo en el que primen la sensualidad y los apetitos voraces tendrá habitantes desgraciados.
Los seres humanos actuales tenemos más recursos que nunca para satisfacer nuestra sed de placeres, y son precisamente esos recursos los que nos mandan al horno climático. Cuanto más crepita el fuego de nuestra sensualidad, más asciende, como por arte de magia, la temperatura externa. Una coincidencia extraordinaria… si descartamos la doctrina del karma. Podríamos analizar la situación actual a la luz de los cinco preceptos éticos budistas: abstenerse de matar seres sintientes, de robar, de una conducta sexual inapropiada, de mentir y de tomar sustancias embriagantes. Sobre robar o mentir no podemos pronunciarnos, ni sobre conducta sexual, pero la nuestra es con diferencia la época con más muertes violentas de seres sintientes a manos humanas: solo por carne se sacrifican cada año más de ochenta mil millones de animales terrestres (y billones de animales marinos) para menos de ocho mil millones de personas. Curiosa casualidad que el actual sistema ganadero sea uno de los grandes contribuyentes al cambio climático… si descartamos la doctrina del karma.
También tenemos el consumo de alcohol (y drogas) más extendido que se recuerda, incluso en países budistas que se resistieron en un principio. (¡Incluso por algunos pioneros maestros budistas!) Curiosa coincidencia que dichos entusiasmos sean bandera de una «modernización» que incrementa drásticamente las emisiones… si descartamos la doctrina del karma.
En resumen: la ética cifrada en estos preceptos, al menos en lo que respecta a no matar seres sintientes y no tomar sustancias embriagantes, se encuentra extraordinariamente vulnerada hoy a nivel planetario.
Afortunadamente, el Buda nunca diagnostica un problema sin ofrecer una solución. El relato de los siete soles conduce a la siguiente exhortación: «Esto es suficiente, monjes, como para que os hastiéis de todas las cosas condicionadas, os desapasionéis de ellas, os liberéis de ellas».
Des-apasionamiento (pali: virāga) es la palabra clave, o quizá ese término tan temido en las culturas secularizadas: la renuncia (nekkhamma). No la renuncia de un asceta que aspira a la liberación total, sino el grado de austeridad necesario para poder seguir medrando en este planeta que tenemos. En el comentario al relato de los siete soles se explica que, conocedores de la cercanía del fin, hombres y animales se consagran a las buenas obras y pensamientos, renaciendo así en planos celestiales que sobrevivirán a la destrucción de la tierra y presenciarán la creación de una nueva… Parece que la empatía, la benevolencia, la sencillez, la doma de los deseos egoístas siguen siendo la solución incluso cuando existe la posibilidad de un «planeta B».
El budismo temprano alberga estas cosmologías, esta visión «ecológica» de la ética (o ética de la ecología), estos valores de renuncia y austeridad: no todo es meditación vipassanā o el cacareado mindfulness. Paradójicamente, estos antiguos relatos pueden tener más que decirnos sobre nuestra situación y los problemas de nuestra época que las corrientes de presentación pragmática, «desmitologizada» o secularizada que abundan en Occidente y parte de Asia. La meditación secularizada del siglo XX no ha demostrado tener, de suyo, mucho que aportar al debate climático; las arcaicas «mitologías», sí. Encierran un contenido valorativo (muy lejos de una atención «desnuda», «sin prejuicios») que sigue siendo radical veinticinco siglos después; que es, incluso, más radical que nunca en una sociedad como la moderna occidental, cuyo confort y consumismo ha generado una fobia crónica a la renuncia en cualquier grado. Un miedo irracional a ser privados de ciertas imágenes, sonidos, olores, sabores, texturas e ideas, aunque sean precisamente los que nos han traído a esta crisis. Pensamos que, sin nuestros placeres y comodidades habituados, nos quedaríamos sin nada. Pero, según el budismo, ahí comienza la genuina felicidad, de uno y de todos.
Óscar Carrera es graduado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y máster en Estudios del Sur de Asia por la Universidad de Leiden, donde escribió una tesis sobre la música y la danza en la literatura pali. Conoce en profundidad las regiones budistas del sur y el sudeste asiático y ha publicado varios títulos sobre música y sobre religiones, que se pueden consultar en: http://leidenuniv.academia.