Budismo y psicoanálisis (I): Clarificando el punto de entrada para un diálogo posible.

SERGIO STERN NICOLAYEVSKY

Existen libros muy importantes que han sido publicados en las últimas décadas, especialmente en el mundo anglosajón, que exploran la relación entre estas dos grandes áreas del saber: el budismo y el psicoanálisis. Yo he publicado en fechas recientes un libro que espero sea una contribución valiosa en este campo para el mundo de habla hispana. Es indudable el interés que se ha suscitado en torno al tema de la espiritualidad y el psicoanálisis ahora en Iberoamérica, y el libro ha tenido una recepción positiva. Solo por citar un ejemplo, en el ámbito del psicoanálisis, al menos en México, todavía existe un resquemor profundo, un disgusto, muy a la manera freudiana, hacia toda búsqueda que incluya un componente espiritual, místico o religioso y creo que el momento de ampliar nuestra perspectiva está llegando. Suelo decir bromeando que al hacer pública mi pasión por las enseñanzas del Buddha, siendo que fui formado en los corredores de escuelas freudianas y post-freudianas «clásicas», feliz y finalmente, he logrado «salir del closet». El libro se llama El cuenco vacío: Aportaciones de un psicoanalista al estudio del buddhadharma y reúne lo que he podido aprender acerca de estas incursiones durante veinticinco años de mi vida. [i] De ahí la enorme alegría que me da publicar este pequeño artículo en Buddhistdoor en Español.

Rastrillando los laberintos de la mente (Freud con Buddha). Ilustración de Shout

En este trayecto, no obstante, me he topado con un dilema recurrente que ahora es el que quiero compartir con ustedes. Cuando converso con la gente y les comparto que he escrito un libro sobre psicoanálisis y budismo, invariablemente surge la pregunta: «¿Y cómo los integras?» Generalmente me quedo un tanto paralizado y no sé qué decir, a lo sumo logro contestar: «Hacer la mejor labor que pueda como psicoanalista es lo que significa para mí aplicar el zen al psicoanálisis». Creo que es una buena respuesta, pero no deja de ser mi manera de salir del paso. Lo cierto es que no soy un fan de las comparaciones. Desde el momento en que se plasman de forma contigua sobre el papel estas dos palabras, budismo y psicoanálisis, se despierta una proclividad en la mente humana de pensar en ellas en términos contrastantes, comparativos. La síntesis, aunque se mencionen y discutan las similitudes y diferencias, se convierte en el ideal de este ejercicio de pensamiento, como de todo aquel que intenta dar cuenta de las múltiples vertientes que nos atraviesan y conminan. La integración se asume como supuesto en alguien que como yo se ha dejado cautivar por el carácter variopinto de los caminos que escoge el alma humana. ¿Pero ha de ser este, la integración y la síntesis, forzosamente el último destino?

No soy partidario de la comparación. Esta nunca ha sido mi intención al explorar la confluencia que efectivamente se ha dado en mí y en muchos otros entre estos dos campos del saber —saber en torno al sufrimiento y sus causas, saber en torno al deseo humano en sus vicisitudes alienantes y creativas, saber en torno a nuestras aspiraciones más profundas, limitaciones y potencialidades—. Hablar en general acerca de las relaciones entre budismo y psicoanálisis y en particular acerca de mis reflexiones y experiencias en el área no significa la búsqueda de una apoteosis hegeliana, una gran síntesis que fuera capaz de elevarnos a un nivel más trascendente. Por supuesto que la contrastación es necesaria para identificar el territorio por el cual hemos de movernos, territorio que incluye, como decía, tanto similitudes como diferencias. Pero el punto no es ese. El punto no es hacerlo para construir grandes edificios —imponentes mezclas o verticalidades cortantes—; sino preguntarnos si el ser humano ya está listo para convivir con las tensiones que lo marcan, las contradicciones y múltiples combinatorias que lo habitan, herencias y tendencias, deseadas y no deseadas, intereses distintos. Estamos hechos de pedazos y retazos, tramas y trazos, garabatos; destellos, gestos y ocurrencias; encuentros y desencuentros. Somos pares y dispares. Algunas de nuestras corrientes se llevan bien entre ellas, otras no tanto; en momentos lo consiguen y en otros en lo más mínimo; y, sin embargo, nos constituyen. Como en un caleidoscopio, la integración y la no-integración se alternan. Ambas necesarias, como afirmaba el psicoanalista británico D.W. Winnicott, el verdadero problema es la desintegración o fragmentación, y la violencia. La no-integración es otra cosa: es el lugar del juego y la experimentación. Florecemos entre montañas de contradicciones y valles de felices confluencias. Tratamos de no empeorar las cosas. Pero no hay punto de descanso… al menos no mientras vivamos. Sé que esto puede antagonizar ciertos ideales budistas, pero aquí es donde el psicoanálisis me rescata. No tenemos que ser tan congruentes ni tan incongruentes, y al mismo tiempo, «La verdadera forma está magníficamente iluminada con fuego reluciente. | La voz de la enseñanza es silencio total en medio de las campanillas de viento. | La luna cuelga del viejo pino, fría en la noche que cae. | La grulla helada en su nido en las nubes aún no ha sido despertada de sus sueños». [ii] La naturaleza búdica lo permea todo…

Fiesta de las luminarias (Janucá) en Montaña Despierta, Espacio para la Práctica de la Meditación Inspirada en el Zen

En cierto sentido, entonces, mi interés por el estudio de estas dos disciplinas, el budismo y el psicoanálisis, no ha sido más que una excusa para investigar la naturaleza misma del deseo humano, fértil y contradictorio, catastrófico y eminentemente creativo. Hablar de budismo y psicoanálisis, al englobar innumerables puntos de encuentro y desencuentro, significa para mí darle permiso a las personas que me consultan para que también exploren sus múltiples vertientes, la pluralidad que los habita y la textura de su deseo —entre ellos, el deseo de descubrir íntimamente ese trasfondo «espiritual» de la vida que para muchos actualmente se ha convertido en algo indispensable—. En mi caso, a esta indagatoria se le suma también el judaísmo, mi tradición de origen. ¡Realmente sería una locura plantear la integración como objetivo!

El reto es saber «sostener las tensiones». Como lo explico en mi libro, siento que yo soy religioso, no religioso y antirreligioso simultáneamente; teísta, no-teísta y ateísta de un solo golpe; sobre todo, panenteísta, a la manera de Spinoza y los maestros jasídicos, no hay nada más que Dios; todo es, o existe, en Dios: «cada pedacito de otoño contiene una vasta interpenetración sin límites», dice el Maestro Hongzhi. [iii] O bien soy o quisiera ser anateísta, aquel que busca a Dios después de Dios, al Dios que no es Dios. Como afirmo en El cuenco vacío«en todo caso, me gustaría ser un místico. Sin duda, un místico contemplativo; proclamar junto con el poeta argentino Roberto Juarroz: “No quiero confundir a Dios con Dios” [iv]». ¿Se vale? ¿Se puede? Hay quien diría que todo esto no es más que signo de confusión. Pero si nuestra meta no es la paz como ausencia de tensión, como resolución definitiva; ni tampoco la eliminación de un lado de la ecuación, su obliteración completa —el tener que elegir entre esto o lo otro—, sino más bien aprender a vivir con esto y con lo otro; si se aspira en todo caso a una reconciliación llevadera en aras de hallar una vida «suficientemente buena», entonces quizá si se pueda. Shalom, paz en hebreo, por ejemplo, no remite a la resolución de los opuestos: significa coexistencia de los opuestos, fuego y agua en un mismo acto. Parecería algo imposible, pero esa es «la paz de las alturas», la perspectiva más amplia e incluyente. También es tocar la tierra, bhumisparsha mudra, el gesto de todos los buddhas. Es saber vivir en las fronteras. Budismo y psicoanálisis (y judaísmo) son los nombres que en mí lleva la oportunidad de realizar este importante y necesario trabajo. Estoy seguro de que en cada uno de nosotros podemos encontrar una nomenclatura singular que contiene las claves para atender los requerimientos de esta tarea. Hacer espacio, esa es la paz anhelada, espacio para que todos quepan. La época del yo o tú, nosotros o ellos, esto o aquello, de los purismos u «originalismos», de las identidades prístinas, unívocas y certeras, ha terminado; mejor dicho, ha caducado. ¿Cómo sostener las tensiones? Lo que elijamos ha de conducirnos a poder practicar con ello.

Rav Avraham Yitzhak Kook fue un rabino, filósofo, poeta y místico judío que vivió en tiempos revolucionarios. Nacido en Letonia en 1865 y muerto en Jerusalén en 1935, se convirtió en el primer gran rabino asquenazí del Hogar Nacional Judío en el Mandato Británico de Palestina. Fue reconocido como un ferviente e incansable idealista. Su contribución fue la de otorgarle un lugar a todas las corrientes transformadoras de la época, desde secularistas antirreligiosos hasta ortodoxos mesiánicos que pujaban por la reivindicación de un mundo quebrantado. Él dialogaba con todas las fuerzas que operaban a su derredor, en este caso, a nivel de un microcosmos, la milagrosa lucha por la reinvención de Eretz Israel, la Tierra de Israel. Rav Kook fue un tzadik u hombre justo y su Torá o instrucción se caracterizó por la inclusión, viviendo siempre al filo de la navaja, en la tensión entre lo más universal y lo más particular. Se ganó muchos enemigos, fundamentalistas de todas las facciones. [v] Fronteras. Hizo de ellas un lugar para la empatía y no para la división y el antagonismo. Complejidad. Apreciaba las respuestas que desafiaban una simple categorización; rechazaba la idolatría subyacente al discurso de todos los ideólogos porque, a pesar de que existen desacuerdos y posturas diametralmente opuestas, pensaba que podíamos conectar bajo la égida de un noble propósito. Dialéctica. El diálogo de opuestos es lo que «da a luz, despacio y dolorosamente, a lo que sea que es que podamos saber de la verdad». [vi] Contemplar nuestro punto de vista y el punto de vista del otro es lo que nos conduce a mundos y formas de consciencia que todavía no podemos imaginar. Visión. Tolerancia. Valentía. Perspectiva. He aquí la razón de ser y los logros de Rav Kook. Estarán de acuerdo conmigo que hoy en día, en un mundo totalmente polarizado, estas ideas asemejan sencillamente una quimera, un anhelo quijotesco, la fantasía de un loco. Sin embargo, este es el animus que caracteriza el cultivo del Noble Óctuple Sendero, de los ideales de bondad y justicia más elevados dentro del judaísmo y de la más bien pesimista racionalidad de Freud, la de hacer consciente lo inconsciente, todos esfuerzos por llevar luz ahí donde solo existe oscuridad.

Rav Avraham Itzhak HaCohen Kook

¿Y por qué les cuento todo esto? Porque para mí, como he dicho, hablar de psicoanálisis y budismo (y algo de judaísmo) no es sino la excusa que me permite tocar algo muy propio, mi pasaje o recorrido a través de la maleza de opiniones identitarias y cosificadas, esas que caracterizan a los sabelotodos. Es mi forma particular de descubrir que «podemos trabajar para creer en los procesos, labores y esfuerzos dentro de nuestras propias almas como revelando ellos mismos y afirmando algo muy real», [vii] algo verdadero. Intento honrar tanto la sospecha de Freud como la confianza de Buddha, confianza y sospecha hacia aquel «engendro» que llamamos «religión» o «camino espiritual» o deseo de trascendencia y conexión con la vida. Me baso que ambas son ciertas. Me emociono cuando leo palabras como las que escribe el profesor Yehudah Mirsky en su libro sobre Rav Kook: «Las contradicciones que sentimos en nosotros son las del mundo, infinitas y resueltas únicamente, si acaso, en Dios, quien también las siente. Podemos —si tenemos cuidado de recordar que no somos Dios, sino criaturas plagadas de contradicciones— seguir creyendo en los otros y en nosotros mismos. Podemos creer que todos nuestros múltiples y contradictorios anhelos son ellos mismos el signo de algo bueno y rico y correcto, vivo en nosotros y en el mundo». [viii] Mi interés no ha sido unir al psicoanálisis con el budismo, ni al budismo con el psicoanálisis; no ha sido compararlos, ni en la teoría ni en la práctica, entrar en un juego de sustituciones, o peor aún, caer en la trampa de un conflicto de lealtades, lejos de ello. No ha sido relacionarlos en el sentido estricto. Es simplemente que al indagar sobre estos temas me permito celebrar profusamente palabras como estas, palabras que necesitamos. Entre la espantosa certeza del dogmatismo y pulsión de muerte, por un lado, y la espantosa corrosión de la duda y falta de confianza, por el otro, me atrevo a combatir de esta manera el espectáculo del fanatismo dentro de mí y en el mundo, la desgracia que provoca la ausencia de una profunda y universal empatía humana hacia aquello que discurre tanto dentro como fuera de nosotros. 

Conocer nuestros fantasmas es parte del trabajo de Buddha. Ilustración de Shout

Por lo tanto, más que intentar una mítica de la integración basándome en la promesa que ofrece una comparación «moderna», en mi trabajo he seguido el método de las yuxtaposiciones benjaminianas. Me ha inspirado lo que el filósofo Walter Benjamin hizo en su obra, el método de forjar yuxtaposiciones (de crear tensiones no resueltas, de yuxtaponer sin integrar). Él nunca habló de lograr un balance ni de hacer una síntesis entre distintos conjuntos de saberes; por eso no es eclecticismo o ecumenismo lo que él defiende (ni por lo que yo abogo). Benjamin dedicó su vida a investigar diferentes corrientes de pensamiento como el marxismo, la teoría crítica, la historia del arte y el misticismo judío, entre otras. Las investigó como pinceladas. Como he dicho, lo que se propone es sostener una tensión, incluso habitar discursos contradictorios. No quedarnos con lo que nos gusta únicamente y rechazar todo lo demás. Hay acordes y desacordes. Es darle lugar a eso. A la lucha, al conflicto, a la tensión inherente, a los puntos de encuentro y desencuentro. Al amor que ahí se juega. Al beso fugaz que se da en el aire entre distintas mociones como persiguiendo el asombro y la sorpresa. Y también el respeto a la especificidad y el dominio propio. Esa es la apuesta. Sabemos por el psicoanálisis que ahí se da la condición del impulso creativo. Somos acróbatas, volatineros.

En una segunda parte de esta entrega me dedicaré a presentarles un ejemplo de lo que aquí describo como «un par de pinceladas». Al estar informado por el interés en los llamados «caminos del espíritu», como puede ser el budismo, así como por los instrumentos de cura que propone el psicoanálisis, nacidos a raíz de la «tercera revolución copernicana» [ix], ¿cómo leo el trasfondo «espiritual» de la vida a través del sufrimiento de aquellos «dolientes-querellantes» que vienen al consultorio a hablarme de ello? ¿Puedo vislumbrar ahí la enseñanza de Las Cuatro Nobles Verdades, así como la marca indeleble de lo traumático y del funcionamiento psíquico como lo describe el psicoanálisis?


[i] Sergio Stern, El cuenco vacío: Aportaciones de un psicoanalista al estudio del buddhadharma, Barcelona, Editorial Gedisa, 2022.

[ii] Hongzhi, Homenaje al Cuarto Ancestro, en el epígrafe al libro de Taigen Dan Leighton, Cultivating the Empty Field: The Silent Illumination of Zen Buddhist Master Hongzhi, Tokyo, Rutland, Vermont and Singapore, Tuttle Publishing, 2000.

[iii] Hongzhi, Instrucciones de Práctica, íbid., epígrafe.

[iv] Roberto Juarroz, Poesía vertical, 1958-1975, Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2012, p. 7.

[v] Yehudah Mirsky, Rav Kook: Mystic in a Time of Revolution, New Haven and London, Yale University Press, 2014.

[vi] Íbid., p. 236.

[vii] Íbid., pp. 238-239.

[viii] Íbid., p. 239.

[ix] Tercer golpe al narcisismo, según el psicoanálisis: no somos el centro del universo (Copérnico), no somos la cúspide de la creación (Darwin), no somos dueños «en nuestra propia casa» (Freud y el descubrimiento del deseo inconsciente).

Puede leer la segunda parte de este artículo aquí»

Leave a Reply

Captcha loading...